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Foto de Daniel Cifuentes

De vez en cuando, quizás más de lo que quisiéramos, el Estado hace despliegue de su capacidad para ejercer la violencia y demostrar el alcance de su poder. La ciudadanía, impotente ante una fuerza que la sobrepasa, experimenta afectaciones graves que transforman, o deforman, la psique colectiva. Justamente ese, el daño en el imaginario social y la cultura política del país, es una de las cosas que más debería preocuparnos sobre los graves hechos ocurridos en Bogotá durante la semana del 8 y 13 de septiembre, en los que fueron asesinados 14 jóvenes y más de 70 resultaron heridos por el enfrentamiento contra la policía. 


La institución policial arremetió contra las personas en las calles, sin ningún tipo de responsabilidad civil o humana, y las consecuencias, aunque puedan parecer inmediatas, en realidad, podrán tardar meses o años en manifestarse. Lo que allí se produjo fue una traición a las instituciones democráticas y al orden de derecho establecido.  


En la modernidad, los ciudadanos delegan el poder para que el Estado sea quien garantice el orden, la administración de justicia, la integridad territorial y, sobre todo, la vida de todos los asociados. Ese es el principio básico del pacto social. Sin garantía para la vida, no puede establecerse una democracia ni un Estado de derecho. Eventualmente, la muerte de las personas puede justificarse por razones de seguridad, como en el caso de guerras internacionales o cuando las fuerzas armadas deben neutralizar un peligro inminente para los demás, pero en toda circunstancia media un orden legal establecido y la verificación de las autoridades civiles o judiciales.


Adicionalmente, con el avance del Derecho Internacional y de los Derechos Humanos, la garantía del derecho a la vida se ha ampliado mediante el concepto de dignidad humana. Es así como el Estado ha adquirido nuevas responsabilidades para asegurar el acceso a servicios de salud, educación y mínimos vitales para el desarrollo de las libertades y derechos de las personas. De manera que, la vida no se entiende como la simple existencia, sino que está anclada a posibilidades de realización y disfrute.


Pero ¿Qué pasa cuando el Estado no puede, ni siquiera, garantizar la mera existencia de sus ciudadanos? Es más ¿Qué pasa cuando es el Estado, a través de sus fuerzas militares y policiales, quien arremete en contra de la vida, honra e integridad del cuerpo social? El pacto social se rompe, el orden legal se suspende, el poder constituido se sobrepone de manera autoritaria y anula la potencia del poder constituyente, el pueblo queda a merced del capricho de unos cuantos, generalmente, de quienes tienen el control en el uso de las armas: la monstruosidad se revela.


La imagen de un hombre a quien la autoridad policial tortura con una pistola taser, y después asesina a golpes, nos estremece, pues entendemos que cualquiera puede ocupar ese lugar de víctima. La historia de una mujer que es obligada a desnudarse en una estación de policía y es sometida a manoseos y abusos sexuales, nos asquea, pues su cuerpo es también el nuestro, su indefensión es la nuestra. Descubrimos que, frente al poder de la violencia, también estamos desnudados, impotentes y desarmados. Nuestro futuro queda a merced de la voluntad de un otro en quien no podemos confiar.

En ese momento, la arbitrariedad nos hace consientes de la fragilidad de la existencia. Al sentirse traicionada y ultrajada, la ciudadanía también se rebela. Por eso mismo, es apenas comprensible la reacción de quienes quemaron centros de atención inmediata y se enfrentaron a la policía. Las emociones políticas no necesitan grandes discursos ni objetivos altruistas para manifestarse. La rabia y la indignación son consecuencias inmediatas de la percepción de amenaza e injusticia.


No obstante, la respuesta sistemática de abrir fuego en contra de la población civil y los excesos, que quedaron registrados en cientos de videos que hoy circulan por las redes sociales, abrieron una herida aún más profunda en contra de la institución encargada del orden público. Difícilmente eso podrá superarse con una jornada de perdón y reconciliación, aún más si no ha existido responsabilización. Hace falta mucho más que un acto protocolario para que se restauren las relaciones y se reconstruya la confianza. 


Por lo pronto, la semilla de la violencia futura está sembrada. La historia de Colombia está llena de ejemplos en donde la represión marcó a generación enteras y fue responsable de respuestas y estallidos aún más cruentos. La desproporción entre la falta y la condena, las ejecuciones extrajudiciales, el miedo, los abusos cometidos con el beneplácito del gobierno nacional, de las cúpulas militares y ante la incapacidad de las autoridades locales, no hacen más que minar la legitimidad de un Estado que ya es, de por sí, débil e insuficiente para garantizar derechos. No hay manera de que eso lleve a la convivencia pacífica y la resolución de los conflictos sociales y políticos por vías institucionales.


Quizás no somos conscientes de la gravedad de lo ocurrido, tal vez hasta ahora estemos procesando los sucesos o, ya acostumbrados a la guerra y a la muerte, no dimensionemos lo que significa, para el Estado de derecho, la actuación de la fuerza pública. Podemos pensar que este es otro episodio de la tragedia nacional en la que vivimos, pero lo cierto es que el 9 de septiembre del 2020 marcará un hito, cuya responsabilidad histórica deberá atribuirse al presidente Iván Duque y al partido de gobierno. 


Las armas del pueblo se alzaron en contra de sí mismo, en plena capital y frente a la vista de todo el país. Ni gobernantes del talante de Trump o Bolsonaro han sido tan osados. Eso debe decirnos mucho del tipo de gobierno que tenemos y lo que está dispuesto a hacer, o a omitir, para conservar el estado de cosas actual. La miopía política del dirigente es todavía más escandalosa, su apoyo irrestricto a la policía y la negación de la barbarie no hace sino revictimizar al pueblo; otro ingrediente que empeora el trauma del abuso.

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De vez en cuando, quizás más de lo que quisiéramos, el Estado hace despliegue de su capacidad para ejercer la violencia y demostrar el alcance de su poder. La ciudadanía, impotente ante una fuerza que la sobrepasa, experimenta afectaciones graves que transforman, o deforman, la psique colectiva. Justamente ese, el daño en el imaginario social y la cultura política del país, es una de las cosas que más debería preocuparnos sobre los graves hechos ocurridos en Bogotá durante la semana del 8 y 13 de septiembre, en los que fueron asesinados 14 jóvenes y más de 70 resultaron heridos por el enfrentamiento contra la policía. 


La institución policial arremetió contra las personas en las calles, sin ningún tipo de responsabilidad civil o humana, y las consecuencias, aunque puedan parecer inmediatas, en realidad, podrán tardar meses o años en manifestarse. Lo que allí se produjo fue una traición a las instituciones democráticas y al orden de derecho establecido.  


En la modernidad, los ciudadanos delegan el poder para que el Estado sea quien garantice el orden, la administración de justicia, la integridad territorial y, sobre todo, la vida de todos los asociados. Ese es el principio básico del pacto social. Sin garantía para la vida, no puede establecerse una democracia ni un Estado de derecho. Eventualmente, la muerte de las personas puede justificarse por razones de seguridad, como en el caso de guerras internacionales o cuando las fuerzas armadas deben neutralizar un peligro inminente para los demás, pero en toda circunstancia media un orden legal establecido y la verificación de las autoridades civiles o judiciales.


Adicionalmente, con el avance del Derecho Internacional y de los Derechos Humanos, la garantía del derecho a la vida se ha ampliado mediante el concepto de dignidad humana. Es así como el Estado ha adquirido nuevas responsabilidades para asegurar el acceso a servicios de salud, educación y mínimos vitales para el desarrollo de las libertades y derechos de las personas. De manera que, la vida no se entiende como la simple existencia, sino que está anclada a posibilidades de realización y disfrute.


Pero ¿Qué pasa cuando el Estado no puede, ni siquiera, garantizar la mera existencia de sus ciudadanos? Es más ¿Qué pasa cuando es el Estado, a través de sus fuerzas militares y policiales, quien arremete en contra de la vida, honra e integridad del cuerpo social? El pacto social se rompe, el orden legal se suspende, el poder constituido se sobrepone de manera autoritaria y anula la potencia del poder constituyente, el pueblo queda a merced del capricho de unos cuantos, generalmente, de quienes tienen el control en el uso de las armas: la monstruosidad se revela.


La imagen de un hombre a quien la autoridad policial tortura con una pistola taser, y después asesina a golpes, nos estremece, pues entendemos que cualquiera puede ocupar ese lugar de víctima. La historia de una mujer que es obligada a desnudarse en una estación de policía y es sometida a manoseos y abusos sexuales, nos asquea, pues su cuerpo es también el nuestro, su indefensión es la nuestra. Descubrimos que, frente al poder de la violencia, también estamos desnudados, impotentes y desarmados. Nuestro futuro queda a merced de la voluntad de un otro en quien no podemos confiar.

En ese momento, la arbitrariedad nos hace consientes de la fragilidad de la existencia. Al sentirse traicionada y ultrajada, la ciudadanía también se rebela. Por eso mismo, es apenas comprensible la reacción de quienes quemaron centros de atención inmediata y se enfrentaron a la policía. Las emociones políticas no necesitan grandes discursos ni objetivos altruistas para manifestarse. La rabia y la indignación son consecuencias inmediatas de la percepción de amenaza e injusticia.


No obstante, la respuesta sistemática de abrir fuego en contra de la población civil y los excesos, que quedaron registrados en cientos de videos que hoy circulan por las redes sociales, abrieron una herida aún más profunda en contra de la institución encargada del orden público. Difícilmente eso podrá superarse con una jornada de perdón y reconciliación, aún más si no ha existido responsabilización. Hace falta mucho más que un acto protocolario para que se restauren las relaciones y se reconstruya la confianza. 


Por lo pronto, la semilla de la violencia futura está sembrada. La historia de Colombia está llena de ejemplos en donde la represión marcó a generación enteras y fue responsable de respuestas y estallidos aún más cruentos. La desproporción entre la falta y la condena, las ejecuciones extrajudiciales, el miedo, los abusos cometidos con el beneplácito del gobierno nacional, de las cúpulas militares y ante la incapacidad de las autoridades locales, no hacen más que minar la legitimidad de un Estado que ya es, de por sí, débil e insuficiente para garantizar derechos. No hay manera de que eso lleve a la convivencia pacífica y la resolución de los conflictos sociales y políticos por vías institucionales.


Quizás no somos conscientes de la gravedad de lo ocurrido, tal vez hasta ahora estemos procesando los sucesos o, ya acostumbrados a la guerra y a la muerte, no dimensionemos lo que significa, para el Estado de derecho, la actuación de la fuerza pública. Podemos pensar que este es otro episodio de la tragedia nacional en la que vivimos, pero lo cierto es que el 9 de septiembre del 2020 marcará un hito, cuya responsabilidad histórica deberá atribuirse al presidente Iván Duque y al partido de gobierno. 


Las armas del pueblo se alzaron en contra de sí mismo, en plena capital y frente a la vista de todo el país. Ni gobernantes del talante de Trump o Bolsonaro han sido tan osados. Eso debe decirnos mucho del tipo de gobierno que tenemos y lo que está dispuesto a hacer, o a omitir, para conservar el estado de cosas actual. La miopía política del dirigente es todavía más escandalosa, su apoyo irrestricto a la policía y la negación de la barbarie no hace sino revictimizar al pueblo; otro ingrediente que empeora el trauma del abuso.

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