Mañana Tendremos otros Nombres: la Novela que nos Confronta con Nuestras Expectativas

June 15, 2021
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Los amantes, René Magritte (1928)

¿Por qué no nos sentimos satisfechos con las relaciones románticas que, aparentemente, funcionan bien? ¿Cuáles son los escenarios probables que nunca viviremos con nuestro compañero actual? ¿Las proyecciones son abismos infranqueables entre dos personas que se aman? Tras leer las primeras páginas de Mañana tendremos otros nombres, libro del autor argentino Patricio Pron, las reflexiones se trasladan a un campo que suele ocupar buena parte del tiempo y la energía vital de los adultos jóvenes: el amor. Esta novela, ganadora del premio Alfaguara 2019, trata de ello y de cómo el contexto social, tecnológico y económico trastoca la manera en la que interactuamos para buscar y dar afecto. La incertidumbre parece, en todo caso, ser el signo de nuestros días y determina cada una de las esferas de la cotidianidad.

¿Cómo pensar en el futuro si se es parte de una generación que nació sin él? Uno de los elementos distintivos de la obra es la observación constante de las condiciones de precariedad laboral en la que viven los personajes. La historia se desarrolla en Madrid, la capital cosmopolita de un país que se las arregla por superar las consecuencias de la crisis económica, a costa de hipotecar las posibilidades de los más jóvenes. Sobre ellas y ellos recae la responsabilidad de producir, pero esto no les garantiza ni tiempo libre, ni la posibilidad de comprar una casa, ni el sueño de la jubilación. Se vive al día y eso es todo.

El problema de habitar permanentemente el presente es la inercia del paso del tiempo. El hoy continuo nos lleva a madrugar, recorrer la ciudad, trabajar y, eventualmente, compartir con nuestros pares; pero nada de esto resulta satisfactorio si se repite día tras día. Podemos reiterar ese bucle por quince o veinte años, hasta descubrir que, ya en la mediana edad, no hemos hecho nada significativo con nuestra existencia, más allá de sobrevivir y llegar al final de mes con las cuentas, escasamente, pagadas. 

Esta observación nos conduce, irremediablemente, hacia una crisis donde tomamos decisiones para demostrar que aún tenemos el mando de nuestras propias vidas. Al final, no obstante, solo volvemos a ser tragados por nuestro contexto, para darnos cuenta de la inevitabilidad de caer en el presentismo.

Todo ello es reforzado por la violencia sutil de la misoginia y la dificultad de detectarla, pues hay una diferencia sustancial en la manera en que hombres y mujeres vivimos las condiciones de la época y, por lo tanto, en que estas afectan nuestras elecciones. El mandato de poner la carrera profesional por encima de la vida personal y familiar, lidiar con la creencia generalizada que son las mujeres quienes deben cuidar del hogar y ser juzgada con mayor dureza no hace sino aumentar los sentimientos de angustia y desgaste que produce un mundo en el que debemos destacarnos, pero en el que difícilmente ascenderemos. Nuevamente, persiste la impotencia, frente a la cual solo queda continuar produciendo, consumiendo y viviendo. 

No importa si nuestra vida se ha caracterizado por una soledad brevemente interrumpida o si hemos estado acompañados por la misma persona durante años. El conjuro de nuestro tiempo hará parecer que no se avanza hacia ningún lado. Por esta razón, se vuelven frecuentes los encuentros esporádicos y las relaciones superficiales, facilitadas por un conjunto de herramientas en el que los seres humanos se vuelven datos y, eventualmente, cuerpos de consumo. Al menos allí hay un pequeño espacio de libertad y un poder de escogencia, aunque el resultado no nos libere de nada, en lo absoluto.

¿Para qué conocerse si, tarde o temprano, todo acabará? La dificultad para vislumbrar el futuro aísla. En la lucha por la supervivencia, los individuos son mónadas lo suficientemente ensimismadas como para querer asumir el esfuerzo de establecer vínculos duraderos. Aquello requeriría de valentía, cuidado y, lo más importante, el desmonte de las fortalezas internas. 

Desnudar un cuerpo es más fácil que descubrir los miedos, traumas y complejidades que coexisten en él. Lo segundo lleva tiempo y no promete garantías de retribución o reciprocidad, ni siquiera una satisfacción personal duradera. En últimas, puede ser un mal negocio. La mayor parte de la novela de Pron, que es la bitácora de una ruptura, parece confirmarlo, ¿por qué, entonces, tomarse la molestia de trabajar en una relación más profunda?

Por amor, que no es otra cosa que la intimidad que se establece más allá de la piel. Y es, también, la decisión de que esto perdure. No es por el hogar formado, ni los objetos acumulados, ni siquiera por el tiempo compartido o la descendencia. No es por la convivencia ni por el dinero invertido en la fiesta del compromiso. El amor, y por eso es tan fácil confundirlo, desborda la forma de las convenciones y se establece allí donde existe la comunicación, el entendimiento y la voluntad firme de permanecer.

Si el amor vale la pena, o no, dependerá de la convicción de quien tiene la posibilidad de vivirlo. No todas tenemos por qué pensar que es un camino necesario o que es una condición de realización. Incluso, es deseable tomarse un tiempo para descubrir el lugar que queremos darle. Podemos escoger no compartir el mundo interior con nadie o tener un espacio reservado solo para el pasado y el deseo profundo de revivirlo. El presente constante puede nutrirse de ello. 

Al final, podemos asumir que una relación basada en el amor puede ser suficiente para nosotras; como también podemos creer que será necesario algo más que ello: hijos, por ejemplo, aunque tampoco sean garantía de felicidad. La reproducción, como siempre se ha sabido, no depende del amor. La maternidad no es un mandato obligatorio, aunque siga teniendo criterios para evaluar el éxito en esa labor, lo que termina imponiendo aún más presiones, ¿quién las querría?

En medio de estas observaciones lógicas y emotivas, “Mañana tendremos otros nombres” refiere al devenir de la vida y, con ella, de las relaciones que entablamos. Las románticas, pero también las de amistad. Después de todo, somos seres que necesitan del contacto con otros y otras, aunque este contacto este mediado por condicionamientos y elementos sociales y personales impredecibles. 

Es una novela difícil de leer, aún más después de una ruptura, pues contiene verdades que nos cuesta enfrentar: que buscamos al otro para hacer más llevadera una existencia que no parece tener sentido. Pero la gran tragedia, en todo esto, es la imposibilidad de controlar los sentimientos y la voluntad ajena, de manera que terminamos por comprender que la incertidumbre será lo único cierto en un mundo sin futuro.


Mañana Tendremos otros Nombres: la Novela que nos Confronta con Nuestras Expectativas

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Los amantes, René Magritte (1928)

¿Por qué no nos sentimos satisfechos con las relaciones románticas que, aparentemente, funcionan bien? ¿Cuáles son los escenarios probables que nunca viviremos con nuestro compañero actual? ¿Las proyecciones son abismos infranqueables entre dos personas que se aman? Tras leer las primeras páginas de Mañana tendremos otros nombres, libro del autor argentino Patricio Pron, las reflexiones se trasladan a un campo que suele ocupar buena parte del tiempo y la energía vital de los adultos jóvenes: el amor. Esta novela, ganadora del premio Alfaguara 2019, trata de ello y de cómo el contexto social, tecnológico y económico trastoca la manera en la que interactuamos para buscar y dar afecto. La incertidumbre parece, en todo caso, ser el signo de nuestros días y determina cada una de las esferas de la cotidianidad.

¿Cómo pensar en el futuro si se es parte de una generación que nació sin él? Uno de los elementos distintivos de la obra es la observación constante de las condiciones de precariedad laboral en la que viven los personajes. La historia se desarrolla en Madrid, la capital cosmopolita de un país que se las arregla por superar las consecuencias de la crisis económica, a costa de hipotecar las posibilidades de los más jóvenes. Sobre ellas y ellos recae la responsabilidad de producir, pero esto no les garantiza ni tiempo libre, ni la posibilidad de comprar una casa, ni el sueño de la jubilación. Se vive al día y eso es todo.

El problema de habitar permanentemente el presente es la inercia del paso del tiempo. El hoy continuo nos lleva a madrugar, recorrer la ciudad, trabajar y, eventualmente, compartir con nuestros pares; pero nada de esto resulta satisfactorio si se repite día tras día. Podemos reiterar ese bucle por quince o veinte años, hasta descubrir que, ya en la mediana edad, no hemos hecho nada significativo con nuestra existencia, más allá de sobrevivir y llegar al final de mes con las cuentas, escasamente, pagadas. 

Esta observación nos conduce, irremediablemente, hacia una crisis donde tomamos decisiones para demostrar que aún tenemos el mando de nuestras propias vidas. Al final, no obstante, solo volvemos a ser tragados por nuestro contexto, para darnos cuenta de la inevitabilidad de caer en el presentismo.

Todo ello es reforzado por la violencia sutil de la misoginia y la dificultad de detectarla, pues hay una diferencia sustancial en la manera en que hombres y mujeres vivimos las condiciones de la época y, por lo tanto, en que estas afectan nuestras elecciones. El mandato de poner la carrera profesional por encima de la vida personal y familiar, lidiar con la creencia generalizada que son las mujeres quienes deben cuidar del hogar y ser juzgada con mayor dureza no hace sino aumentar los sentimientos de angustia y desgaste que produce un mundo en el que debemos destacarnos, pero en el que difícilmente ascenderemos. Nuevamente, persiste la impotencia, frente a la cual solo queda continuar produciendo, consumiendo y viviendo. 

No importa si nuestra vida se ha caracterizado por una soledad brevemente interrumpida o si hemos estado acompañados por la misma persona durante años. El conjuro de nuestro tiempo hará parecer que no se avanza hacia ningún lado. Por esta razón, se vuelven frecuentes los encuentros esporádicos y las relaciones superficiales, facilitadas por un conjunto de herramientas en el que los seres humanos se vuelven datos y, eventualmente, cuerpos de consumo. Al menos allí hay un pequeño espacio de libertad y un poder de escogencia, aunque el resultado no nos libere de nada, en lo absoluto.

¿Para qué conocerse si, tarde o temprano, todo acabará? La dificultad para vislumbrar el futuro aísla. En la lucha por la supervivencia, los individuos son mónadas lo suficientemente ensimismadas como para querer asumir el esfuerzo de establecer vínculos duraderos. Aquello requeriría de valentía, cuidado y, lo más importante, el desmonte de las fortalezas internas. 

Desnudar un cuerpo es más fácil que descubrir los miedos, traumas y complejidades que coexisten en él. Lo segundo lleva tiempo y no promete garantías de retribución o reciprocidad, ni siquiera una satisfacción personal duradera. En últimas, puede ser un mal negocio. La mayor parte de la novela de Pron, que es la bitácora de una ruptura, parece confirmarlo, ¿por qué, entonces, tomarse la molestia de trabajar en una relación más profunda?

Por amor, que no es otra cosa que la intimidad que se establece más allá de la piel. Y es, también, la decisión de que esto perdure. No es por el hogar formado, ni los objetos acumulados, ni siquiera por el tiempo compartido o la descendencia. No es por la convivencia ni por el dinero invertido en la fiesta del compromiso. El amor, y por eso es tan fácil confundirlo, desborda la forma de las convenciones y se establece allí donde existe la comunicación, el entendimiento y la voluntad firme de permanecer.

Si el amor vale la pena, o no, dependerá de la convicción de quien tiene la posibilidad de vivirlo. No todas tenemos por qué pensar que es un camino necesario o que es una condición de realización. Incluso, es deseable tomarse un tiempo para descubrir el lugar que queremos darle. Podemos escoger no compartir el mundo interior con nadie o tener un espacio reservado solo para el pasado y el deseo profundo de revivirlo. El presente constante puede nutrirse de ello. 

Al final, podemos asumir que una relación basada en el amor puede ser suficiente para nosotras; como también podemos creer que será necesario algo más que ello: hijos, por ejemplo, aunque tampoco sean garantía de felicidad. La reproducción, como siempre se ha sabido, no depende del amor. La maternidad no es un mandato obligatorio, aunque siga teniendo criterios para evaluar el éxito en esa labor, lo que termina imponiendo aún más presiones, ¿quién las querría?

En medio de estas observaciones lógicas y emotivas, “Mañana tendremos otros nombres” refiere al devenir de la vida y, con ella, de las relaciones que entablamos. Las románticas, pero también las de amistad. Después de todo, somos seres que necesitan del contacto con otros y otras, aunque este contacto este mediado por condicionamientos y elementos sociales y personales impredecibles. 

Es una novela difícil de leer, aún más después de una ruptura, pues contiene verdades que nos cuesta enfrentar: que buscamos al otro para hacer más llevadera una existencia que no parece tener sentido. Pero la gran tragedia, en todo esto, es la imposibilidad de controlar los sentimientos y la voluntad ajena, de manera que terminamos por comprender que la incertidumbre será lo único cierto en un mundo sin futuro.


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