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Es agotador vivir en una lucha constante por el reconocimiento de lo obvio y lo fundamental. En menos de un mes, se han presentado tres propuestas políticas, por parte de los partidos más retardatarios de Colombia, en contra de los derechos ya conquistados de las mujeres: un proyecto de ley en el que se estipula que las mujeres deben solicitar el permiso masculino para acceder a los servicios de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE); la conformación de una autodenominada bancada “provida” en el Congreso de la República; y la garantía de un “mínimo vital” para que las mujeres que hayan quedado embarazadas, como producto de una violación, no aborten. ¿Qué hay detrás de una agenda de este tipo? ¿Por qué el debate público sigue apelando a conceptos errados y argumentos ya superados, en los que se desconoce la potestad de las mujeres sobre su cuerpo?

Desde la sentencia C-355 de 2006, la Corte Constitucional colombiana estableció tres causales bajo las cuales el aborto es legal: cuando es producto de violación, incesto o inseminación forzada; cuando hay una malformación fetal incompatible con la vida extrauterina; y cuando existe riesgo para la salud física y psicológica de la mujer. En lo sucesivo, se han redactado, al menos, una docena de sentencias sobre aspectos como los requisitos por cada causal, la objeción de conciencia institucional y judicial, la autodeterminación de las menores de edad y la reglamentación para los prestadores de servicios de salud. Esta jurisprudencia se unificó en la sentencia SU096 de 2018, la cual ratificó la inconstitucionalidad de limitar el derecho a la IVE y de imponer barreras adicionales para su garantía. 

Igualmente, la Corte ha insistido en la importancia de que los legisladores den trámite al debate y elaboración de una ley que permita la reglamentación para la prestación de los servicios en el Sistema General de Salud y Seguridad Social (SGSSS). Sin embargo, bajo ningún motivo, esto significa que el Congreso puede legislar en contravía de los derechos reconocidos y suficientemente desarrollados. Por ello, es, cuanto menos, antiético que se consolide una bancada “provida” Eufemismo que, de hecho, deberíamos cambiar para develar lo que en realidad son: antiderechos. 

El Estado, y ninguno de sus poderes, puede oponerse al acceso a los derechos y el ejercicio de las libertades que son el fundamento del contrato social. Si a ello nos arriesgamos, entonces ponemos en entredicho todo el orden legal bajo el que vivimos: el Estado social de derecho.

Lo cierto es que este tipo de agendas regresivas se sustentan, casi siempre, en el deseo populista de transar objetivos políticos, a costa de temas polémicos que suscitan pasiones. Las creencias religiosas, los estereotipos y las convenciones sociales marcan la pauta en las opiniones respecto al aborto. Sin embargo, la legislación no puede inscribirse en las posiciones personales de unos cuantos ni siquiera en las de una mayoría. Por el contrario, al determinar el carácter público de un tema, se deben considerar aspectos como las realidades sociales a las que da lugar, los efectos colectivos y las consecuencias en el corto, mediano y largo plazo.

Bajo estos parámetros, por supuesto que el aborto es un asunto que amerita la atención del Estado, pero no porque los funcionarios, legisladores o jueces tengan la potestad para decidir por las mujeres; sino porque su práctica, en condiciones inseguras, se convierte en un asunto de salud pública: una de las principales causas de mortalidad materna en Latinoamérica. Igualmente, porque la maternidad forzada redunda en consecuencias sociales y económicas para las mujeres, sus hijos y sus familias; en otras palabras, para la sociedad en su conjunto.

Ahora bien, se suele argumentar que, como parte de la discusión democrática, las sociedades deben definir sus principios éticos y morales. En esa medida, se dice que un país que acepta el “asesinato” de los seres aún por nacer carece de respeto por la vida. No obstante, esta manera de enmarcar la discusión se basa en una falacia, pues depende más de las percepciones culturales que de una realidad objetiva.

El aborto es la interrupción del proceso de formación de la vida humana. Ni la ciencia ni la medicina han llegado a un consenso sobre cuándo se le puede atribuir conciencia o personalidad a un feto, pues ambos conceptos corresponden a categorías abstractas, construidas social e históricamente. 

En lo más material, lo que confiere el estatus de persona a un ser humano son las relaciones sociales. Somos ciudadanos con derechos, en la medida en que hay un Estado que nos reconoce de esa manera, y nos asigna un número y un documento de identidad para estos efectos; somos seres integrales porque entablamos contacto con nuestro entorno, porque hay personas que se preocupan por nosotros, que nos cuidan, que nos ven como iguales o con quienes establecemos afectos, cercanías o jerarquías. En cualquier caso, son nuestras conexiones con el mundo lo que determina la posibilidad de ser y de actuar en él. 

Para el nasciturus -aún por nacer-, la única conexión con la realidad social está mediada por el cuerpo de una mujer. Solamente a través de ella puede obtener y alcanzar subjetividad y reconocimiento. En la medida en que sea deseado, ella cuidará de él y le irá asignando una identidad, un nombre, un conjunto de posibilidades; lo convertirá, física y metafóricamente, en una persona. Por el contrario, si ella se niega a asumir este rol, el nasciturus no existe socialmente, y dotarlo de un contenido esencial se convierte, cuando menos, en una enorme carga para las mujeres que se sienten conflictuadas por esta vida en potencia. 

Imponer, a fuerza de derecho penal, la idea de que una persona es un sujeto pleno de derechos desde la concepción elimina ese poder que, en lo fáctico, tienen las mujeres para constituir subjetividades humanas. Ella misma deja de ser considerada sujeta para convertirse en objeto, en incubadora, en un instrumento para la reproducción de la especie. Tal como ocurrió en los regímenes fascistas del siglo XX. Las mujeres dejan de ser mediadoras en la construcción del tejido social y devienen en aparato, vaciado de voluntad y agencia. 

¿Por qué será necesario insistir, una y otra vez, en que el cuerpo es el primer territorio de autodeterminación que habitamos? Si las mujeres no podemos tomar decisiones sobre él, no podemos aspirar a tener espacios de poder en ningún escenario, ni político ni social ni económico. El proceso de gestación y puerperio implica constantes transformaciones físicas, hormonales y psicológicas. Incluso, representa la posibilidad de sufrir complicaciones de salud, como hemorragias, infecciones e hipertensión gestacional. Solamente quien vive, en carne propia, dichos cambios y riesgos es capaz de determinar si está dispuesta, o no, a asumirlos. Ni que decir de lo que significa la maternidad para un proyecto de vida, ¿Cómo es que puedo considerarme una ciudadana plena si no tengo la potestad de elegir lo que es mejor para mí, si no tengo alternativas de actuación acordes a mis sueños y expectativas?

En la lucha por el aborto legal y gratuito si que nos estamos jugando la libertad y el reconocimiento. Se trata de exigirle al Estado que ejerza su poder y control, no para limitarnos o esclavizarnos a los procesos corporales y biológicos que no queremos asumir, sino para garantizar nuestra propia subjetividad, la cual incluye la potestad de elegir entre ser el vínculo de una futura persona y la sociedad, o no serlo. 

La bancada “provida” puede proponer cualquier tipo de proyecto de ley en franco desconocimiento de los avances de la Corte, pero esto sólo devela la manera en que ciertos actores políticos y sociales nos ven a las mujeres colombianas: cuerpos sin consciencia y susceptibles de ser apropiados por la sociedad para engendrar ciudadanos de la patria, soldados para la guerra u obreros para el capital. Lo pueden suavizar de muchas maneras, pero cuando defienden la continuación de un embarazo, aún en contra de la voluntad de la mujer, no pueden ocultar su misoginia y el deseo subrepticio de acabar con cualquier tipo de poder que las mujeres ejercen sobre su vida y su contexto.


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Es agotador vivir en una lucha constante por el reconocimiento de lo obvio y lo fundamental. En menos de un mes, se han presentado tres propuestas políticas, por parte de los partidos más retardatarios de Colombia, en contra de los derechos ya conquistados de las mujeres: un proyecto de ley en el que se estipula que las mujeres deben solicitar el permiso masculino para acceder a los servicios de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE); la conformación de una autodenominada bancada “provida” en el Congreso de la República; y la garantía de un “mínimo vital” para que las mujeres que hayan quedado embarazadas, como producto de una violación, no aborten. ¿Qué hay detrás de una agenda de este tipo? ¿Por qué el debate público sigue apelando a conceptos errados y argumentos ya superados, en los que se desconoce la potestad de las mujeres sobre su cuerpo?

Desde la sentencia C-355 de 2006, la Corte Constitucional colombiana estableció tres causales bajo las cuales el aborto es legal: cuando es producto de violación, incesto o inseminación forzada; cuando hay una malformación fetal incompatible con la vida extrauterina; y cuando existe riesgo para la salud física y psicológica de la mujer. En lo sucesivo, se han redactado, al menos, una docena de sentencias sobre aspectos como los requisitos por cada causal, la objeción de conciencia institucional y judicial, la autodeterminación de las menores de edad y la reglamentación para los prestadores de servicios de salud. Esta jurisprudencia se unificó en la sentencia SU096 de 2018, la cual ratificó la inconstitucionalidad de limitar el derecho a la IVE y de imponer barreras adicionales para su garantía. 

Igualmente, la Corte ha insistido en la importancia de que los legisladores den trámite al debate y elaboración de una ley que permita la reglamentación para la prestación de los servicios en el Sistema General de Salud y Seguridad Social (SGSSS). Sin embargo, bajo ningún motivo, esto significa que el Congreso puede legislar en contravía de los derechos reconocidos y suficientemente desarrollados. Por ello, es, cuanto menos, antiético que se consolide una bancada “provida” Eufemismo que, de hecho, deberíamos cambiar para develar lo que en realidad son: antiderechos. 

El Estado, y ninguno de sus poderes, puede oponerse al acceso a los derechos y el ejercicio de las libertades que son el fundamento del contrato social. Si a ello nos arriesgamos, entonces ponemos en entredicho todo el orden legal bajo el que vivimos: el Estado social de derecho.

Lo cierto es que este tipo de agendas regresivas se sustentan, casi siempre, en el deseo populista de transar objetivos políticos, a costa de temas polémicos que suscitan pasiones. Las creencias religiosas, los estereotipos y las convenciones sociales marcan la pauta en las opiniones respecto al aborto. Sin embargo, la legislación no puede inscribirse en las posiciones personales de unos cuantos ni siquiera en las de una mayoría. Por el contrario, al determinar el carácter público de un tema, se deben considerar aspectos como las realidades sociales a las que da lugar, los efectos colectivos y las consecuencias en el corto, mediano y largo plazo.

Bajo estos parámetros, por supuesto que el aborto es un asunto que amerita la atención del Estado, pero no porque los funcionarios, legisladores o jueces tengan la potestad para decidir por las mujeres; sino porque su práctica, en condiciones inseguras, se convierte en un asunto de salud pública: una de las principales causas de mortalidad materna en Latinoamérica. Igualmente, porque la maternidad forzada redunda en consecuencias sociales y económicas para las mujeres, sus hijos y sus familias; en otras palabras, para la sociedad en su conjunto.

Ahora bien, se suele argumentar que, como parte de la discusión democrática, las sociedades deben definir sus principios éticos y morales. En esa medida, se dice que un país que acepta el “asesinato” de los seres aún por nacer carece de respeto por la vida. No obstante, esta manera de enmarcar la discusión se basa en una falacia, pues depende más de las percepciones culturales que de una realidad objetiva.

El aborto es la interrupción del proceso de formación de la vida humana. Ni la ciencia ni la medicina han llegado a un consenso sobre cuándo se le puede atribuir conciencia o personalidad a un feto, pues ambos conceptos corresponden a categorías abstractas, construidas social e históricamente. 

En lo más material, lo que confiere el estatus de persona a un ser humano son las relaciones sociales. Somos ciudadanos con derechos, en la medida en que hay un Estado que nos reconoce de esa manera, y nos asigna un número y un documento de identidad para estos efectos; somos seres integrales porque entablamos contacto con nuestro entorno, porque hay personas que se preocupan por nosotros, que nos cuidan, que nos ven como iguales o con quienes establecemos afectos, cercanías o jerarquías. En cualquier caso, son nuestras conexiones con el mundo lo que determina la posibilidad de ser y de actuar en él. 

Para el nasciturus -aún por nacer-, la única conexión con la realidad social está mediada por el cuerpo de una mujer. Solamente a través de ella puede obtener y alcanzar subjetividad y reconocimiento. En la medida en que sea deseado, ella cuidará de él y le irá asignando una identidad, un nombre, un conjunto de posibilidades; lo convertirá, física y metafóricamente, en una persona. Por el contrario, si ella se niega a asumir este rol, el nasciturus no existe socialmente, y dotarlo de un contenido esencial se convierte, cuando menos, en una enorme carga para las mujeres que se sienten conflictuadas por esta vida en potencia. 

Imponer, a fuerza de derecho penal, la idea de que una persona es un sujeto pleno de derechos desde la concepción elimina ese poder que, en lo fáctico, tienen las mujeres para constituir subjetividades humanas. Ella misma deja de ser considerada sujeta para convertirse en objeto, en incubadora, en un instrumento para la reproducción de la especie. Tal como ocurrió en los regímenes fascistas del siglo XX. Las mujeres dejan de ser mediadoras en la construcción del tejido social y devienen en aparato, vaciado de voluntad y agencia. 

¿Por qué será necesario insistir, una y otra vez, en que el cuerpo es el primer territorio de autodeterminación que habitamos? Si las mujeres no podemos tomar decisiones sobre él, no podemos aspirar a tener espacios de poder en ningún escenario, ni político ni social ni económico. El proceso de gestación y puerperio implica constantes transformaciones físicas, hormonales y psicológicas. Incluso, representa la posibilidad de sufrir complicaciones de salud, como hemorragias, infecciones e hipertensión gestacional. Solamente quien vive, en carne propia, dichos cambios y riesgos es capaz de determinar si está dispuesta, o no, a asumirlos. Ni que decir de lo que significa la maternidad para un proyecto de vida, ¿Cómo es que puedo considerarme una ciudadana plena si no tengo la potestad de elegir lo que es mejor para mí, si no tengo alternativas de actuación acordes a mis sueños y expectativas?

En la lucha por el aborto legal y gratuito si que nos estamos jugando la libertad y el reconocimiento. Se trata de exigirle al Estado que ejerza su poder y control, no para limitarnos o esclavizarnos a los procesos corporales y biológicos que no queremos asumir, sino para garantizar nuestra propia subjetividad, la cual incluye la potestad de elegir entre ser el vínculo de una futura persona y la sociedad, o no serlo. 

La bancada “provida” puede proponer cualquier tipo de proyecto de ley en franco desconocimiento de los avances de la Corte, pero esto sólo devela la manera en que ciertos actores políticos y sociales nos ven a las mujeres colombianas: cuerpos sin consciencia y susceptibles de ser apropiados por la sociedad para engendrar ciudadanos de la patria, soldados para la guerra u obreros para el capital. Lo pueden suavizar de muchas maneras, pero cuando defienden la continuación de un embarazo, aún en contra de la voluntad de la mujer, no pueden ocultar su misoginia y el deseo subrepticio de acabar con cualquier tipo de poder que las mujeres ejercen sobre su vida y su contexto.


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