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Imagen de Mohamed Hassan en Pixabay

Las narrativas nos permiten darle sentido al mundo que nos rodea, a nuestras vidas y a las acciones colectivas en las que participamos. Se materializan a través de palabras, discursos, imágenes, significados y símbolos. Ordenan la información que recibimos, la jerarquiza y simplifica el complejo proceso de interpretarla. Gracias a ellas es posible clasificar, explicar y argumentar los datos que recibimos del entorno y de los demás. 

Todo el proceso de socialización del ser humano, de la infancia a la muerte, es un continuo de asimilación de narrativas. Estas se incorporan, reproducen, modifican o desechan. El lenguaje permite la comunicación, pero son las narrativas las que posibilitan la comprensión mutua a través de la construcción de referentes y representaciones comunes. Entendemos quiénes somos, como país, cuando analizamos las narrativas históricas sobre los procesos políticos del Estado nacional; nos identificamos como ciudadanos cuando aceptamos que hacemos parte de un contrato social y validamos la narrativa democrática; nos adscribimos a una ideología cuando usamos sus preceptos y actuamos conforme a ellos porque, genuinamente, creemos que el mundo funciona de la manera en que esta lo explica. Sin narrativas compartidas sería imposible concebir las comunidades extensas, como las naciones, religiones o doctrinas.

Lo problemático surge cuando consideramos que nuestras narrativas son univocas o infalibles. Las narrativas exacerban las emociones políticas y se disputan la hegemonía a través de los dispositivos de poder. Por ejemplo, sin la narrativa de la superioridad racial, enraizada en el resentimiento económico de la población y difundida a través de la propaganda, hubiera sido imposible justificar el holocausto nazi. Las narrativas encubren intereses y buscan, casi siempre, canales de divulgación. Alcanzar el estatuto de verdad es el objetivo último, aunque en ello no medie la racionalidad, la lógica, los recursos de argumentación o la ética.  

Hay narrativas que se superponen con otras, que se vuelven totalizadoras. A esas les temo. Las narrativas que no se autocuestionan, que no se reformulan, que se erigen como un bloque cerrado y perfectamente construido: las narrativas que se repiten una y otra vez a sí mismas. Hay narrativas cuyas respuestas son tan predecibles y trasplantadas que la coyuntura casi ni importa; repiten la formula, una y otra vez, irreflexivamente. Ellas personifican la muerte del pensamiento crítico. 

En el mundo político podemos encontrar ejemplos en las narrativas supremacistas, de derecha simplona, las guerreristas, las personalistas. Usualmente, en estos relatos, la causa de todos los males la encarna un grupo social, un otro que pierde la condición de humanidad: los judíos, los negros, los latinos, los migrantes, las guerrillas, entre otros. Se ofrecen explicaciones simples para problemas profundos y complejos. Desconfió de esos acervos discursivos que se ensañan en contra de un grupo y construyen una (contra)identidad a partir de allí.

Por lo anterior, observo con especial preocupación la difusión de narrativas feministas que se han asentado en las redes sociales revindicando para sí mismas, y frente a otras, la existencia de premisas incuestionables. La teoría feminista me ha nutrido de muchas maneras, para construir narrativas diversas y comprensivas. Pero debo admitir que abrir Twitter se está convirtiendo en un dolor de cabeza. Discusiones bizantinas que no llevan a ninguna parte, que radicalizan posturas o se tornan violentas parecen caracterizar, hoy en día, a los debates feministas. 

Las narrativas del “feminismo radical” vs. las narrativas transactivistas

En los últimos meses, dos posturas han cooptado el espacio discursivo: el de las autodenominadas Radfem, o feministas radicales, y el de las transactivistas. En buena medida, esta conflictividad inició con las palabras de J.K Rowling sobre el término “cuerpo menstruante” que, para la autora, termina por restar agencia a las mujeres o invisibiliza sus procesos históricos y vitales. No obstante, esta discusión también ha tenido una amplificación transnacional y una adaptación local en los diferentes países hispanohablantes, con la participación de figuras mediáticas y políticas propias. Por ejemplo, en España, las participaciones de las representantes de Podemos y el PSOE han marcado los tiempos de la conversación digital. En Colombia, también hemos visto a escritoras, activistas e influencers participando al respecto, aunque el intercambio alcanza proporciones mucho menores que las que ha tenido en el Reino Unido.

De acuerdo con un estudio realizado por las organizaciones Puentes y Linterna Verde, en donde se analizaron 1.1 millones de reacciones en twitter y 2400 post en Facebook sobre el tema del transactivismo o los grupos radicales (llamados despectivamente como TERF), se determinó que el conflicto generado entre unas y otres se centra en tres aspectos centrales: la definición de las experiencias de ser mujer, los términos de reclamo y el feminismo mismo como espacio de lucha.   

Para las Radfem, las mujeres han sido oprimidas durante siglos por causa de sus características biológicas y los mandatos culturales que de ellas emanan; por lo cual deben ser las sujetas centrales del feminismo. Por su parte, desde el transactivismo se hace un llamado a reconocer que en la diversidad sexual e identitaria hay una potencia transformadora, pues pone en cuestionamiento todo el sistema sexo-género que ha caracterizado al ordenamiento patriarcal. Para esta postura, el feminismo debe ser incluyente y desmarcarse de los argumentos basados en el biologicismo, por lo cual, las mujeres dejarían de ser el sujeto principal de cambio social. 

Estas diferencias dan lugar a implicaciones diferentes como, por ejemplo, el lenguaje políticamente correcto (y el uso de términos como “uteroportantes” o “cuerpos menstruantes”), la apertura de espacios combinados para conmemorar fechas como el 8 de marzo o el 25 de noviembre o la postura con respecto a ciertas políticas y medidas, tales como las leyes de reconocimiento de identidad de género (cambios en los documentos de identidad, acceso a servicios de salud para garantizar los tránsitos, entre otros aspectos). 

Las diferencias conceptuales hacen parte del feminismo, lo enriquecen. Es perfectamente entendible que existan; pero alimentar narrativas centradas en la identidad y los procesos vitales de otras personas es, cuando menos, inoficioso; por no decir peligroso. En el conflicto, se ha normalizado cuestionar los procesos de tránsito que otras personas deciden hacer, tildar a unas y otras de fascistas y señalar constantemente las incongruencias del discurso ajeno, pero no así el propio. Se están construyendo enemigos entre grupos y movimientos que, de hecho, todavía tienen posibilidades de poder y representación muy limitadas. 

Entre argumentos y jergas ininteligibles se llega a un nivel de toxicidad agobiante. Esto se alimenta, en buena medida, por la fragmentación discursiva que se genera en las redes sociales: la limitación de caracteres, la resonancia de mensajes incendiarios, el protagonismo de figuras intransigentes, las amenazas, las malas interpretaciones, el aprovechamiento de la situación por parte de grupos antiderechos y conservadores. 

Lo que yo me pregunto es ¿Qué objeto tiene concentrarse en una discusión de este calibre cuando se asiste a un contexto de transformación social, de crisis económica, climática, de violación sistemática de derechos humanos que entre todas y todos debemos hacer frente? Las narrativas deberían tener la potencialidad de movilizarnos, no de inutilizarnos por peleas inanes. Construir la multitud de la que hablaba Antonio Negri, para que esta sea protagonista de la transformación global, requiere la posibilidad de construir consensos y lenguajes comunes.

¿De verdad sería posible creer que la causa de la opresión está en los grupos del “feminismo radical” o en las transactivistas? Lo que se evidencia es la sobrevaloración de unas narrativas que se quedan cortas para hablar de la complejidad (es más, ni siquiera la contemplan). Afortunadamente, el feminismo latinoamericano todavía tiene mucho que decir y exigir en temas de derechos sexuales y reproductivos, aborto, violencias basadas en género, migraciones, colonialidad y ecología. Descentrarnos de las agendas temáticas del norte global también es una oportunidad para construir narrativas propias y ricas, mucho más ajustadas a nuestros contextos y que no pasen por la construcción de un enemigo interno.


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Las narrativas nos permiten darle sentido al mundo que nos rodea, a nuestras vidas y a las acciones colectivas en las que participamos. Se materializan a través de palabras, discursos, imágenes, significados y símbolos. Ordenan la información que recibimos, la jerarquiza y simplifica el complejo proceso de interpretarla. Gracias a ellas es posible clasificar, explicar y argumentar los datos que recibimos del entorno y de los demás. 

Todo el proceso de socialización del ser humano, de la infancia a la muerte, es un continuo de asimilación de narrativas. Estas se incorporan, reproducen, modifican o desechan. El lenguaje permite la comunicación, pero son las narrativas las que posibilitan la comprensión mutua a través de la construcción de referentes y representaciones comunes. Entendemos quiénes somos, como país, cuando analizamos las narrativas históricas sobre los procesos políticos del Estado nacional; nos identificamos como ciudadanos cuando aceptamos que hacemos parte de un contrato social y validamos la narrativa democrática; nos adscribimos a una ideología cuando usamos sus preceptos y actuamos conforme a ellos porque, genuinamente, creemos que el mundo funciona de la manera en que esta lo explica. Sin narrativas compartidas sería imposible concebir las comunidades extensas, como las naciones, religiones o doctrinas.

Lo problemático surge cuando consideramos que nuestras narrativas son univocas o infalibles. Las narrativas exacerban las emociones políticas y se disputan la hegemonía a través de los dispositivos de poder. Por ejemplo, sin la narrativa de la superioridad racial, enraizada en el resentimiento económico de la población y difundida a través de la propaganda, hubiera sido imposible justificar el holocausto nazi. Las narrativas encubren intereses y buscan, casi siempre, canales de divulgación. Alcanzar el estatuto de verdad es el objetivo último, aunque en ello no medie la racionalidad, la lógica, los recursos de argumentación o la ética.  

Hay narrativas que se superponen con otras, que se vuelven totalizadoras. A esas les temo. Las narrativas que no se autocuestionan, que no se reformulan, que se erigen como un bloque cerrado y perfectamente construido: las narrativas que se repiten una y otra vez a sí mismas. Hay narrativas cuyas respuestas son tan predecibles y trasplantadas que la coyuntura casi ni importa; repiten la formula, una y otra vez, irreflexivamente. Ellas personifican la muerte del pensamiento crítico. 

En el mundo político podemos encontrar ejemplos en las narrativas supremacistas, de derecha simplona, las guerreristas, las personalistas. Usualmente, en estos relatos, la causa de todos los males la encarna un grupo social, un otro que pierde la condición de humanidad: los judíos, los negros, los latinos, los migrantes, las guerrillas, entre otros. Se ofrecen explicaciones simples para problemas profundos y complejos. Desconfió de esos acervos discursivos que se ensañan en contra de un grupo y construyen una (contra)identidad a partir de allí.

Por lo anterior, observo con especial preocupación la difusión de narrativas feministas que se han asentado en las redes sociales revindicando para sí mismas, y frente a otras, la existencia de premisas incuestionables. La teoría feminista me ha nutrido de muchas maneras, para construir narrativas diversas y comprensivas. Pero debo admitir que abrir Twitter se está convirtiendo en un dolor de cabeza. Discusiones bizantinas que no llevan a ninguna parte, que radicalizan posturas o se tornan violentas parecen caracterizar, hoy en día, a los debates feministas. 

Las narrativas del “feminismo radical” vs. las narrativas transactivistas

En los últimos meses, dos posturas han cooptado el espacio discursivo: el de las autodenominadas Radfem, o feministas radicales, y el de las transactivistas. En buena medida, esta conflictividad inició con las palabras de J.K Rowling sobre el término “cuerpo menstruante” que, para la autora, termina por restar agencia a las mujeres o invisibiliza sus procesos históricos y vitales. No obstante, esta discusión también ha tenido una amplificación transnacional y una adaptación local en los diferentes países hispanohablantes, con la participación de figuras mediáticas y políticas propias. Por ejemplo, en España, las participaciones de las representantes de Podemos y el PSOE han marcado los tiempos de la conversación digital. En Colombia, también hemos visto a escritoras, activistas e influencers participando al respecto, aunque el intercambio alcanza proporciones mucho menores que las que ha tenido en el Reino Unido.

De acuerdo con un estudio realizado por las organizaciones Puentes y Linterna Verde, en donde se analizaron 1.1 millones de reacciones en twitter y 2400 post en Facebook sobre el tema del transactivismo o los grupos radicales (llamados despectivamente como TERF), se determinó que el conflicto generado entre unas y otres se centra en tres aspectos centrales: la definición de las experiencias de ser mujer, los términos de reclamo y el feminismo mismo como espacio de lucha.   

Para las Radfem, las mujeres han sido oprimidas durante siglos por causa de sus características biológicas y los mandatos culturales que de ellas emanan; por lo cual deben ser las sujetas centrales del feminismo. Por su parte, desde el transactivismo se hace un llamado a reconocer que en la diversidad sexual e identitaria hay una potencia transformadora, pues pone en cuestionamiento todo el sistema sexo-género que ha caracterizado al ordenamiento patriarcal. Para esta postura, el feminismo debe ser incluyente y desmarcarse de los argumentos basados en el biologicismo, por lo cual, las mujeres dejarían de ser el sujeto principal de cambio social. 

Estas diferencias dan lugar a implicaciones diferentes como, por ejemplo, el lenguaje políticamente correcto (y el uso de términos como “uteroportantes” o “cuerpos menstruantes”), la apertura de espacios combinados para conmemorar fechas como el 8 de marzo o el 25 de noviembre o la postura con respecto a ciertas políticas y medidas, tales como las leyes de reconocimiento de identidad de género (cambios en los documentos de identidad, acceso a servicios de salud para garantizar los tránsitos, entre otros aspectos). 

Las diferencias conceptuales hacen parte del feminismo, lo enriquecen. Es perfectamente entendible que existan; pero alimentar narrativas centradas en la identidad y los procesos vitales de otras personas es, cuando menos, inoficioso; por no decir peligroso. En el conflicto, se ha normalizado cuestionar los procesos de tránsito que otras personas deciden hacer, tildar a unas y otras de fascistas y señalar constantemente las incongruencias del discurso ajeno, pero no así el propio. Se están construyendo enemigos entre grupos y movimientos que, de hecho, todavía tienen posibilidades de poder y representación muy limitadas. 

Entre argumentos y jergas ininteligibles se llega a un nivel de toxicidad agobiante. Esto se alimenta, en buena medida, por la fragmentación discursiva que se genera en las redes sociales: la limitación de caracteres, la resonancia de mensajes incendiarios, el protagonismo de figuras intransigentes, las amenazas, las malas interpretaciones, el aprovechamiento de la situación por parte de grupos antiderechos y conservadores. 

Lo que yo me pregunto es ¿Qué objeto tiene concentrarse en una discusión de este calibre cuando se asiste a un contexto de transformación social, de crisis económica, climática, de violación sistemática de derechos humanos que entre todas y todos debemos hacer frente? Las narrativas deberían tener la potencialidad de movilizarnos, no de inutilizarnos por peleas inanes. Construir la multitud de la que hablaba Antonio Negri, para que esta sea protagonista de la transformación global, requiere la posibilidad de construir consensos y lenguajes comunes.

¿De verdad sería posible creer que la causa de la opresión está en los grupos del “feminismo radical” o en las transactivistas? Lo que se evidencia es la sobrevaloración de unas narrativas que se quedan cortas para hablar de la complejidad (es más, ni siquiera la contemplan). Afortunadamente, el feminismo latinoamericano todavía tiene mucho que decir y exigir en temas de derechos sexuales y reproductivos, aborto, violencias basadas en género, migraciones, colonialidad y ecología. Descentrarnos de las agendas temáticas del norte global también es una oportunidad para construir narrativas propias y ricas, mucho más ajustadas a nuestros contextos y que no pasen por la construcción de un enemigo interno.


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