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Foto de Omar López

Si pidiera un deseo para este nuevo año que ya empieza a correr y a agotarse – o a agotarnos-, pediría libertad. Libertad, no para cumplir caprichos o calmar antojos, sino para encontrar el poder de decidir sobre mi destino, con las herramientas que tengo a la mano y la consciencia del devenir en mi vida. 

Lejos estoy de comprender la libertad como una propiedad personal e individual, pues entiendo que esta siempre será relacional y que el marco de las estructuras sociales define los contornos de lo que es posible para cada una. Estamos constreñidas por una organización política, por la ley, por una cultura que estandariza las formas de vida, un modelo económico que nos asigna a una clase, una herencia religiosa que evalúa nuestros comportamientos, una educación que cuesta desaprender, etc. Dependiendo del lugar geográfico en el que nazcamos y el lugar que ocupemos en la pirámide social, tenemos abiertas o cerradas ciertas puertas. Esa es una realidad.

Bajo esta premisa, si creyéramos que la libertad consiste en hacer lo que nos place, en el momento en que se nos ocurre, entonces sería un privilegio para pocas -muy pocas-. Pero tampoco creo que la libertad se trate de consumo ni de suerte. Más bien, intuyo que es una postura que requiere una valentía y vulnerabilidad difícilmente asumida en el día a día, aún más por estos tiempos.

Por supuesto, la libertad requiere condiciones de oportunidad. El poder salir y desplazarse la posibilita, por ejemplo; el hablar y actuar conforme a nuestro pensamiento, también. Sin embargo, la ausencia de dichas condiciones no la anula. Pues justo allí, en la búsqueda de hacerla posible, en la pugna por darle un lugar en medio de tantas restricciones, es donde se gesta. La libertad nace en lo personal, o lo íntimo -si se quiere-, pero se ejerce en el espacio público y social. En otras palabras, es poder, pero también potencia y la invocamos al nombrarla. 

En ese margen, entre lo posible y lo probable, he descubierto un espacio habitado por mi consciencia, un espacio para ser, para hacer de mí un monstruo, una bruja, un hada o una monja, cualquier cosa que emane de lo más profundo de la psique. Sin libertad no hay creatividad, porque es ella quien amplía los límites de lo real y me da la opción de imaginar otros futuros. 

Es cierto que tenemos recursos limitados para cumplir con todas nuestras expectativas. Pero estos recursos siempre serán suficientes para realizar una elección. Porque existe un espacio, un fuero interno, que le pertenece a cada una y que escapa a cualquier tipo de fuerza. Ese espacio se llama libertad. Ahí decidimos si quebrantamos la ley, si quebramos los estereotipos, si escapamos de una situación o si aguantamos. 

Con eso y todo, la libertad tampoco es solo deseo o ideación. Sería ingenuo pensar que la simple voluntad basta para derrumbar todos los muros que se interpone entre lo que somos y a lo que aspiramos. Entonces, en la versión más distorsionada de este pensamiento, creeríamos que los pobres son pobres por elección o que la superación personal esta allí, a la vuelta de todas las decisiones. Basta con dar un vistazo al mundo para saber que no es así, que también dependemos de intrincadas relaciones de poder sobre las que tenemos muy poco control. En ese sentido, la libertad es una totalidad: nos llama a actuar, a resistir a dichas relaciones e intentar subvertirlas. Es proceso y resultado.

Escuchando historias de mujeres sobrevivientes de violencias basadas en género, se evidencia un patrón común: la intención evidente del abusador para reducir al mínimo el espacio de libertad de su víctima. Hace parte de ello el hacerle creer que no tiene manera de escapar, que ella depende de él en todos los sentidos posibles, que, sin él, ella no sobreviviría. El violento necesita dejar en claro que la vida de su víctima está a su disposición. En ciertos casos, lo pone de manifiesto con el uso más salvaje de la fuerza y la eliminación física, pero siempre empieza subyugando el deseo y el pensamiento de ella. 

Y es que la libertad genera miedo para quienes no aceptan la contingencia que vive en la otra, para quienes no asumen que los seres humanos somos un abanico de potencialidades y complejidades, y que, por ejemplo, la fuga es siempre una puerta abierta. Pensar en todo lo que la otra persona podría ser o hacer produce pánico. En muchas ocasiones, le tememos al espacio de libertad de quienes nos rodean y buscamos subyugarles con estratagemas sofisticadas de manipulación y chantaje, pero entender nuestra propia libertad nos plantea la necesidad de, también, convivir con la incertidumbre que emana de los actos y decisiones de las demás.

Las sobrevivientes suelen reconocer un punto de quiebre en sus vidas, un momento en el que tomaron una decisión y descubrieron que era imposible continuar en medio de la violencia. De ahí en adelante, las trayectorias son múltiples, para unas más difíciles que para otras, pero todas han necesitado redes de apoyo y oportunidades. 

Todas las mujeres hemos sido víctimas, en mayor o menor medida, de algún tipo de violencia que busca limitar nuestros alcances y que ha impedido desarrollarnos conforme a nuestros propios estándares. Por eso resulta tan necesario ejercitar nuestra libertad a diario, protegerla y alimentarla desde la raíz, en nuestro fuero interno, en el pensamiento y en el deseo. Después, hay que hacerla coherente con nuestro papel en la vida social.

Defender nuestro espacio de libertad, por pequeño o grande que sea, nos reta a ampliar las capacidades con las que contamos, a refinar la intuición, a adquirir otras herramientas, a innovar y - ¿Por qué no? – a reinventarnos. En ese camino, podemos reconocernos a través de otros y otras, podemos inspirarnos o crear procesos colectivos. Aquello sí que nos potencia. Seguro encontraremos un sentido, o muchos. Implicará enfrentarnos con lo peor de nosotras, reconocer nuestras sombras, nuestros pasados y, con eso, construir nuevos escenarios desde los que podamos actuar.

También habrá sufrimiento, pues la libertad plantea disyuntivas difíciles o, simplemente, no podrá salvarnos de que la vida nos pase por encima. Cultivar la libertad no es garantía de nada, pero es una manera auténtica de situarnos y entendernos, en relación con nosotras mismas y con el lugar que ocupamos en la sociedad.

Si pudiera pedir un deseo, mejor pediría la ampliación de los espacios de libertad de todas; esperaría que fuéramos conscientes de la importancia de inventar un proyecto de vida, de elegir(nos) todos los días y vernos más allá de las condiciones actuales. Quisiera que la libertad nos permitiera reponernos de los momentos difíciles y nos hiciera sentir un poco más satisfechas con lo que hacemos. Sí no es así, al menos tendremos la satisfacción de resistir cotidianamente y de conservar la esperanza de estar vivas.

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Si pidiera un deseo para este nuevo año que ya empieza a correr y a agotarse – o a agotarnos-, pediría libertad. Libertad, no para cumplir caprichos o calmar antojos, sino para encontrar el poder de decidir sobre mi destino, con las herramientas que tengo a la mano y la consciencia del devenir en mi vida. 

Lejos estoy de comprender la libertad como una propiedad personal e individual, pues entiendo que esta siempre será relacional y que el marco de las estructuras sociales define los contornos de lo que es posible para cada una. Estamos constreñidas por una organización política, por la ley, por una cultura que estandariza las formas de vida, un modelo económico que nos asigna a una clase, una herencia religiosa que evalúa nuestros comportamientos, una educación que cuesta desaprender, etc. Dependiendo del lugar geográfico en el que nazcamos y el lugar que ocupemos en la pirámide social, tenemos abiertas o cerradas ciertas puertas. Esa es una realidad.

Bajo esta premisa, si creyéramos que la libertad consiste en hacer lo que nos place, en el momento en que se nos ocurre, entonces sería un privilegio para pocas -muy pocas-. Pero tampoco creo que la libertad se trate de consumo ni de suerte. Más bien, intuyo que es una postura que requiere una valentía y vulnerabilidad difícilmente asumida en el día a día, aún más por estos tiempos.

Por supuesto, la libertad requiere condiciones de oportunidad. El poder salir y desplazarse la posibilita, por ejemplo; el hablar y actuar conforme a nuestro pensamiento, también. Sin embargo, la ausencia de dichas condiciones no la anula. Pues justo allí, en la búsqueda de hacerla posible, en la pugna por darle un lugar en medio de tantas restricciones, es donde se gesta. La libertad nace en lo personal, o lo íntimo -si se quiere-, pero se ejerce en el espacio público y social. En otras palabras, es poder, pero también potencia y la invocamos al nombrarla. 

En ese margen, entre lo posible y lo probable, he descubierto un espacio habitado por mi consciencia, un espacio para ser, para hacer de mí un monstruo, una bruja, un hada o una monja, cualquier cosa que emane de lo más profundo de la psique. Sin libertad no hay creatividad, porque es ella quien amplía los límites de lo real y me da la opción de imaginar otros futuros. 

Es cierto que tenemos recursos limitados para cumplir con todas nuestras expectativas. Pero estos recursos siempre serán suficientes para realizar una elección. Porque existe un espacio, un fuero interno, que le pertenece a cada una y que escapa a cualquier tipo de fuerza. Ese espacio se llama libertad. Ahí decidimos si quebrantamos la ley, si quebramos los estereotipos, si escapamos de una situación o si aguantamos. 

Con eso y todo, la libertad tampoco es solo deseo o ideación. Sería ingenuo pensar que la simple voluntad basta para derrumbar todos los muros que se interpone entre lo que somos y a lo que aspiramos. Entonces, en la versión más distorsionada de este pensamiento, creeríamos que los pobres son pobres por elección o que la superación personal esta allí, a la vuelta de todas las decisiones. Basta con dar un vistazo al mundo para saber que no es así, que también dependemos de intrincadas relaciones de poder sobre las que tenemos muy poco control. En ese sentido, la libertad es una totalidad: nos llama a actuar, a resistir a dichas relaciones e intentar subvertirlas. Es proceso y resultado.

Escuchando historias de mujeres sobrevivientes de violencias basadas en género, se evidencia un patrón común: la intención evidente del abusador para reducir al mínimo el espacio de libertad de su víctima. Hace parte de ello el hacerle creer que no tiene manera de escapar, que ella depende de él en todos los sentidos posibles, que, sin él, ella no sobreviviría. El violento necesita dejar en claro que la vida de su víctima está a su disposición. En ciertos casos, lo pone de manifiesto con el uso más salvaje de la fuerza y la eliminación física, pero siempre empieza subyugando el deseo y el pensamiento de ella. 

Y es que la libertad genera miedo para quienes no aceptan la contingencia que vive en la otra, para quienes no asumen que los seres humanos somos un abanico de potencialidades y complejidades, y que, por ejemplo, la fuga es siempre una puerta abierta. Pensar en todo lo que la otra persona podría ser o hacer produce pánico. En muchas ocasiones, le tememos al espacio de libertad de quienes nos rodean y buscamos subyugarles con estratagemas sofisticadas de manipulación y chantaje, pero entender nuestra propia libertad nos plantea la necesidad de, también, convivir con la incertidumbre que emana de los actos y decisiones de las demás.

Las sobrevivientes suelen reconocer un punto de quiebre en sus vidas, un momento en el que tomaron una decisión y descubrieron que era imposible continuar en medio de la violencia. De ahí en adelante, las trayectorias son múltiples, para unas más difíciles que para otras, pero todas han necesitado redes de apoyo y oportunidades. 

Todas las mujeres hemos sido víctimas, en mayor o menor medida, de algún tipo de violencia que busca limitar nuestros alcances y que ha impedido desarrollarnos conforme a nuestros propios estándares. Por eso resulta tan necesario ejercitar nuestra libertad a diario, protegerla y alimentarla desde la raíz, en nuestro fuero interno, en el pensamiento y en el deseo. Después, hay que hacerla coherente con nuestro papel en la vida social.

Defender nuestro espacio de libertad, por pequeño o grande que sea, nos reta a ampliar las capacidades con las que contamos, a refinar la intuición, a adquirir otras herramientas, a innovar y - ¿Por qué no? – a reinventarnos. En ese camino, podemos reconocernos a través de otros y otras, podemos inspirarnos o crear procesos colectivos. Aquello sí que nos potencia. Seguro encontraremos un sentido, o muchos. Implicará enfrentarnos con lo peor de nosotras, reconocer nuestras sombras, nuestros pasados y, con eso, construir nuevos escenarios desde los que podamos actuar.

También habrá sufrimiento, pues la libertad plantea disyuntivas difíciles o, simplemente, no podrá salvarnos de que la vida nos pase por encima. Cultivar la libertad no es garantía de nada, pero es una manera auténtica de situarnos y entendernos, en relación con nosotras mismas y con el lugar que ocupamos en la sociedad.

Si pudiera pedir un deseo, mejor pediría la ampliación de los espacios de libertad de todas; esperaría que fuéramos conscientes de la importancia de inventar un proyecto de vida, de elegir(nos) todos los días y vernos más allá de las condiciones actuales. Quisiera que la libertad nos permitiera reponernos de los momentos difíciles y nos hiciera sentir un poco más satisfechas con lo que hacemos. Sí no es así, al menos tendremos la satisfacción de resistir cotidianamente y de conservar la esperanza de estar vivas.

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