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Klara Kulikova

Todos somos hijas e hijos de una madre, pero no siempre entendemos lo que significa maternar. Ni siquiera en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española se incluye un verbo que denote una acción relativa a la maternidad. No obstante, así como en tantos otros casos, el lenguaje se ajusta a las realidades sociales que emergen y el uso de la palabra también representa nuevas condiciones de la existencia humana. Actualmente, experimentamos tránsitos y transformaciones sobre la manera en que hacemos elecciones de vida, el tipo de expectativas que tenemos y las contradicciones que esto provoca con viejas estructuras mentales, como la heteronormatividad y el amor romántico. 

La decisión de concebir o adoptar, criar y educar es cada vez más difícil de tomar, cuestión que repercute en cambios demográficos, a nivel nacional y mundial. Según la más reciente Encuesta de Demografía y Salud (2015), tan solo en Colombia, la tasa de fecundidad global ha descendido de 2.9 hijos por cada mujer, en 1995, a 2.0, en el 2015. Las condiciones económicas y políticas, así como la ampliación al acceso de los métodos anticonceptivos y la educación sexual, han llevado a que las mujeres nos replanteemos la maternidad, no ya como un destino manifiesto, sino como una posibilidad ajustada a un proyecto de vida autónomo y responsable.

Por supuesto, y desafortunadamente, esta no es una realidad para todas las mujeres. La posibilidad de elección sigue siendo un privilegio reservado para aquellas que, en mayor medida, pertenecemos a sectores urbanos y de clase media-alta. Sin embargo, no se puede desconocer que la generación actual goza de mayor acceso a la información y otras herramientas que nos permiten plantearnos otros roles y expectativas. Por eso mismo, ejercer la maternidad se empieza a convertir en una elección, como siempre debió haber sido. 

Maternar nace del deseo personal de ofrecer las condiciones de vida necesarias para que otro ser humano se desarrolle en todo sentido. Es un acto de amor que nos permite sembrar semilla en medio de esta tierra árida y caótica en la que nos correspondió vivir; pero también es una elección que implica responsabilidad y la determinación para transformar sustancialmente nuestras prioridades y hábitos. Pensando en ello, recientemente he tomado la decisión de maternar. Aún no defino si quiero gestar o adoptar, pero ahora sé que quiero ser madre y que ese ya no es un proyecto a largo plazo.

Sin embargo, cuando he tenido la oportunidad de comentarlo, las personas suelen suponer que, para que eso ocurra, primero debo encontrar una pareja y establecer una relación lo suficientemente estable. Se da por sentado que mi decisión es hipotética, que será posible solo cuando el hombre “correcto” llegue a mi vida. Tenemos tan interiorizado el discurso del amor romántico que no nos imaginamos una manera de construir una familia en la que la pareja heterosexual no sea la base. Nadie me pregunta si tengo casa propia o un trabajo estable, la preocupación principal es por el hombre con el que comparta la responsabilidad de tener una hija o un hijo. ¿Estas dispuesta a hacerlo sola?, me cuestionan.

Pues bien, no quiero compartir esa responsabilidad con un hombre, o no es una condición para llevar a cabo mi determinación. Cuando lo digo así, de manera escueta, lo menos que recibo es una mirada de pesar, como si no supiera de lo que estoy hablando o lo que estoy por hacer. Se parte de la premisa de que maternar sin una pareja de respaldo es más difícil, más sacrificado, significa hacerlo todo por sí misma. 

No lo pongo en duda, maternar es una tarea que requiere apoyo emocional, físico y económico; pero eso no significa que la única manera de hacerlo se inscriba en el marco de una relación individualizada. Porque sí, aunque decidamos compartir la vida con un compañero o compañera, ese modelo sigue correspondiendo a una manera atomizada de ver la vida. Vamos de dos en dos y nada más.    

La realidad confronta nuestras expectativas y cuestiona esos modelos ideales que se imponen como normales. Según la ENDS, el 55,5% de los hogares son familias nucleares, de las cuales la mayoría corresponden a familias compuestas por un padre y una madre (33.3%), familias con un solo un padre o una madre, cuya jefatura corresponde usualmente a mujeres (12,6%) y parejas sin hijos (9,8%); el 30% corresponde a familias extensas (con abuelos, tíos, primos, cuñados, etc.); el 3,2% a familias compuestas (en donde cuentas a los míos, los tuyos y los nuestros); y el 11,2% a hogares unipersonales.

Así las cosas, es posible afirmar que sigue primando el modelo tradicional compuesto por un hombre, una mujer e hijos. Modelo que, por lo demás, se encuentra en crisis a juzgar por los índices de violencia intrafamiliar y de género. No obstante, es necesario advertir que esta es una tendencia en decrecimiento, en contraste con la tendencia al aumento de los hogares monoparentales. Cada vez son más las mujeres que deciden, o tienen que asumir, la jefatura del hogar y del cuidado de los hijos. 

De todas formas, muy pocas lo hacen solas, la maternidad también depende de la red de relaciones sociales que se ha construido a lo largo de la vida. No todas poseen una riqueza social en ese sentido, eso es cierto. Son las que lo tienen más difícil. En el mejor de los casos, maternar se lleva a cabo de manera colectiva, relacional. Por ello, aun cuando decida asumir esa decisión sin una figura masculina que haga las veces de padre y esposo, sé que no lo haré en soledad. A mi alrededor tengo los brazos y la fuerza de mi familia, de mi madre, abuelas y tías, y de mis amigas: ellas también maternarán conmigo. 

No, no es posible maternar en soledad, pero la soledad no se define por la presencia de una pareja. Ahora bien, quizá sea momento de volver a inventarnos dinámicas sociales de apoyo para los cuerpos gestantes y el cuidado de los niños y niñas. Delegar esto en la pareja heterosexual ha sido insuficiente. La colectividad, el cuidado solidario y comunitario también garantizan la oportunidad de ejercer la autonomía sexual y reproductiva de las mujeres, también son condiciones para tomar la decisión de maternar.


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Klara Kulikova

Todos somos hijas e hijos de una madre, pero no siempre entendemos lo que significa maternar. Ni siquiera en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española se incluye un verbo que denote una acción relativa a la maternidad. No obstante, así como en tantos otros casos, el lenguaje se ajusta a las realidades sociales que emergen y el uso de la palabra también representa nuevas condiciones de la existencia humana. Actualmente, experimentamos tránsitos y transformaciones sobre la manera en que hacemos elecciones de vida, el tipo de expectativas que tenemos y las contradicciones que esto provoca con viejas estructuras mentales, como la heteronormatividad y el amor romántico. 

La decisión de concebir o adoptar, criar y educar es cada vez más difícil de tomar, cuestión que repercute en cambios demográficos, a nivel nacional y mundial. Según la más reciente Encuesta de Demografía y Salud (2015), tan solo en Colombia, la tasa de fecundidad global ha descendido de 2.9 hijos por cada mujer, en 1995, a 2.0, en el 2015. Las condiciones económicas y políticas, así como la ampliación al acceso de los métodos anticonceptivos y la educación sexual, han llevado a que las mujeres nos replanteemos la maternidad, no ya como un destino manifiesto, sino como una posibilidad ajustada a un proyecto de vida autónomo y responsable.

Por supuesto, y desafortunadamente, esta no es una realidad para todas las mujeres. La posibilidad de elección sigue siendo un privilegio reservado para aquellas que, en mayor medida, pertenecemos a sectores urbanos y de clase media-alta. Sin embargo, no se puede desconocer que la generación actual goza de mayor acceso a la información y otras herramientas que nos permiten plantearnos otros roles y expectativas. Por eso mismo, ejercer la maternidad se empieza a convertir en una elección, como siempre debió haber sido. 

Maternar nace del deseo personal de ofrecer las condiciones de vida necesarias para que otro ser humano se desarrolle en todo sentido. Es un acto de amor que nos permite sembrar semilla en medio de esta tierra árida y caótica en la que nos correspondió vivir; pero también es una elección que implica responsabilidad y la determinación para transformar sustancialmente nuestras prioridades y hábitos. Pensando en ello, recientemente he tomado la decisión de maternar. Aún no defino si quiero gestar o adoptar, pero ahora sé que quiero ser madre y que ese ya no es un proyecto a largo plazo.

Sin embargo, cuando he tenido la oportunidad de comentarlo, las personas suelen suponer que, para que eso ocurra, primero debo encontrar una pareja y establecer una relación lo suficientemente estable. Se da por sentado que mi decisión es hipotética, que será posible solo cuando el hombre “correcto” llegue a mi vida. Tenemos tan interiorizado el discurso del amor romántico que no nos imaginamos una manera de construir una familia en la que la pareja heterosexual no sea la base. Nadie me pregunta si tengo casa propia o un trabajo estable, la preocupación principal es por el hombre con el que comparta la responsabilidad de tener una hija o un hijo. ¿Estas dispuesta a hacerlo sola?, me cuestionan.

Pues bien, no quiero compartir esa responsabilidad con un hombre, o no es una condición para llevar a cabo mi determinación. Cuando lo digo así, de manera escueta, lo menos que recibo es una mirada de pesar, como si no supiera de lo que estoy hablando o lo que estoy por hacer. Se parte de la premisa de que maternar sin una pareja de respaldo es más difícil, más sacrificado, significa hacerlo todo por sí misma. 

No lo pongo en duda, maternar es una tarea que requiere apoyo emocional, físico y económico; pero eso no significa que la única manera de hacerlo se inscriba en el marco de una relación individualizada. Porque sí, aunque decidamos compartir la vida con un compañero o compañera, ese modelo sigue correspondiendo a una manera atomizada de ver la vida. Vamos de dos en dos y nada más.    

La realidad confronta nuestras expectativas y cuestiona esos modelos ideales que se imponen como normales. Según la ENDS, el 55,5% de los hogares son familias nucleares, de las cuales la mayoría corresponden a familias compuestas por un padre y una madre (33.3%), familias con un solo un padre o una madre, cuya jefatura corresponde usualmente a mujeres (12,6%) y parejas sin hijos (9,8%); el 30% corresponde a familias extensas (con abuelos, tíos, primos, cuñados, etc.); el 3,2% a familias compuestas (en donde cuentas a los míos, los tuyos y los nuestros); y el 11,2% a hogares unipersonales.

Así las cosas, es posible afirmar que sigue primando el modelo tradicional compuesto por un hombre, una mujer e hijos. Modelo que, por lo demás, se encuentra en crisis a juzgar por los índices de violencia intrafamiliar y de género. No obstante, es necesario advertir que esta es una tendencia en decrecimiento, en contraste con la tendencia al aumento de los hogares monoparentales. Cada vez son más las mujeres que deciden, o tienen que asumir, la jefatura del hogar y del cuidado de los hijos. 

De todas formas, muy pocas lo hacen solas, la maternidad también depende de la red de relaciones sociales que se ha construido a lo largo de la vida. No todas poseen una riqueza social en ese sentido, eso es cierto. Son las que lo tienen más difícil. En el mejor de los casos, maternar se lleva a cabo de manera colectiva, relacional. Por ello, aun cuando decida asumir esa decisión sin una figura masculina que haga las veces de padre y esposo, sé que no lo haré en soledad. A mi alrededor tengo los brazos y la fuerza de mi familia, de mi madre, abuelas y tías, y de mis amigas: ellas también maternarán conmigo. 

No, no es posible maternar en soledad, pero la soledad no se define por la presencia de una pareja. Ahora bien, quizá sea momento de volver a inventarnos dinámicas sociales de apoyo para los cuerpos gestantes y el cuidado de los niños y niñas. Delegar esto en la pareja heterosexual ha sido insuficiente. La colectividad, el cuidado solidario y comunitario también garantizan la oportunidad de ejercer la autonomía sexual y reproductiva de las mujeres, también son condiciones para tomar la decisión de maternar.


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