Las Mujeres Actuamos Como si Alguien nos Observara y Hablamos como si Nadie Nos Escuchara

January 15, 2021
Columna
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Sátiro jugando con una Bacante, Henri Gervex (1874)

No quiero generalizar ni quiero ser malinterpretada. Cuando digo que las mujeres actuamos como si alguien nos observara y hablamos como si nadie nos escuchara, me refiero a las representaciones que se han elaborado de las mujeres, y el universo femenino, en los productos culturales: en el cine, la televisión y el arte. Por supuesto, esto ha tenido una influencia directa en las formas en las que las mujeres nos asumimos y nos conducimos por la vida social, pues define buena parte de nuestras aspiraciones, comportamientos y decisiones. 

Más de una vez me he visto a mí misma actuando un papel que no es auténtico, para encarnar alguna fantasía masculina construida en el lenguaje social de la cultura. La mujer fatal o la manic pixie dream girl son ejemplos de ello. Puedo verme, a través del espejo, con los ojos de un hombre. Me imagino un espectador ausente que juzga cada uno de mis ademanes, al que seduzco o al que encanto de manera hipnótica. Puedo convertirme, en la intimidad y la soledad de mi habitación, en alguna de las musas o los modelos representadas en las imágenes artísticas. El sátiro no me observa, pero yo poso creyendo que así es y lo reproduzco por medio de las fotografías que posteo en Instagram, al final, si hay un espectador o varios. 

Si me peino o si estoy en una sala leyendo, imagino que, de mirar esa escena cotidiana, un hombre podría enamorarse de mí. Si estoy desnuda, pienso en la posibilidad de despertar deseo. No es una constante, pero me he descubierto acariciando esa idea de forma casi inconsciente. De repente, podría querer ser alguna de las figuras femeninas representadas en las pinturas europeas, sin prenda alguna, con la mirada extraviada, pero protagonizando el campo visual del artista o del sujeto que contempla. Me veo a través del ojo que espía detrás de la grieta o la cerradura.

Esa representación de las mujeres ha sido tan masificada que ya no hace falta recurrir a la experiencia aurática para corroborarlo. La publicidad ha cumplido con la misma función. Los comerciales de perfumes, para recurrir al ejemplo más emblemático, tienen experticia en ello. Mujeres que son solo cuerpos, mujeres que son objeto, mujeres deseadas, mujeres asequibles, mujeres disponibles, mujeres diseñadas para ser miradas. Imágenes insulsas, poco comunes, pero no por ello menos reales. Son reales, justamente, por el poder que ejercen. Ojalá yo tuviera ese poder, el del magnetismo y la atracción, pienso para mis adentros. Sea que encajemos, o no, en los estereotipos de belleza, en nosotras se despierta la necesidad de ser admiradas porque allí hay glamour y reconocimiento.

Dentro de la crítica y la historia del arte, el tema de la representación de las mujeres ha ocupado un lugar marginal, pero creciente, desde la década de los setenta. Al respecto, uno de los trabajos más reconocidos es el de John Berger, quien en su obra Modos de ver (1972) realiza un recorrido por las imágenes al óleo de la cultura occidental y evidencia la sexualización del cuerpo femenino. Las imágenes están construidas para el consumo visual del desconocido. Así, la desnudez constituye otro tipo de disfraz para las mujeres, pero no es su propia piel. Es el traje que indica que, en efecto, aquel ser es una mujer y asume su papel pasivo, de espera. Ella espera ser vista, ser tocada a través de la imagen, ese es su lugar.

La forma en que este pensamiento opera no es simple ni superficial, llega a incrustarse en la intimidad y afectar la psique o la personalidad. Me atrevo a afirmar que todas las mujeres hemos deseado ser aquellas diosas humanas, así sea por unos cuantos segundos. Es fantasía, por supuesto, pero la fantasía también nos construye como sujetas. Y la fantasía se rompe al nombrar las cosas, cuando aparece la palabra, cuando dejamos de ser solo imagen y nos volvemos voz.

En el cine y la televisión, las representaciones de las mujeres pueden llegar a ser mucho más poderosas, porque a la figura femenina se le otorga humanidad a través del habla. Sin embargo, a esa voz se le asigna un lenguaje limitado, construido para los hombres y en función de ellos. 

En la década de los ochenta, Alison Bechdel publicó unas sencillas reglas para determinar las brechas representacionales entre hombres y mujeres en los productos audiovisuales. No obstante, los resultados han sido preocupantes, pues develan lo mismo que ocurre con la pintura e, incluso, la fotografía: las mujeres existen a través de otro, viven a partir de él, de él emana la fuerza de su existencia y su propia identidad. 

El test de Bechdel, en realidad, se trata de tres preguntas que cualquier espectador es capaz de identificar con una primera mirada:

1. ¿Hay más de dos personajes femeninos?

2. ¿Estos personajes hablan entre sí?

3. ¿Su conversación es sobre hombres o tocan temas diferentes?

Determinar estos aspectos es importante para conferir personalidad a las representaciones de las mujeres en el cine y la televisión, y para analizar su universo, de su mundo interno y su relación con lo que las rodea. Si esta relación está mediada por los hombres, no hay manera de construir subjetividades autónomas y autorreferentes ¿Tan extraño es hallar a una mujer que tenga otros temas de conversación diferentes que, quizá, su vida marital o el amor romántico? ¿Por qué es tan difícil imaginar un mundo en el que las palabras de las mujeres sean infinitas y de gran profundidad?

El universo del lenguaje también es masculino. Las conversaciones de gran envergadura, como las que se refieren a la política, la economía, el comercio y la guerra, también les pertenecen a los hombres y eso se evidencia en la forma en que se representan los diálogos entre personajes femeninos y masculinos. A su vez, esto tiene un efecto sobre la manera en la que las mujeres nos comunicamos y la seguridad con la que hablamos en la vida cotidiana. Los estudios lingüísticos de Broadbridge (2003), por ejemplo, muestran que en conversaciones grupales las mujeres hablan con menor frecuencia que los hombres, sus intervenciones son menos extensas y tienden a interrumpir menos a los demás.

A propósito, quisiera mencionar una anécdota con la que algunas mujeres podrían identificarse. Hace poco, tuve la oportunidad de participar de un panel de análisis político que compartí con un profesor de derecho constitucional, mucho mayor que yo, y un moderador. Cuando el moderador hacía referencia a alguna idea, para retomar el hilo de la conversación y continuar con los temas, siempre le atribuía la autoría a mi compañero de mesa, sin importar si había sido yo quien la había enunciado ¿Les ha pasado? ¿Se han sentido silenciadas? ¿Cómo han respondido? Yo callaba y sonreía, para no interrumpir, aunque después hacía maromas retóricas y argumentativas para dejar claro que era una idea mía. Puede parecer un pequeño percance, pero esto se replica en casi todas las esferas y espacios de la vida.

Tratar de construir una voz fuerte y que se sobrepone a la de algún par masculino me ha ocasionado más de un problema o discusión. No importa si yo tengo más estudios, si he investigado más sobre un tema o, incluso, si la conversación es sobre una experiencia “femenina”, siempre hay un hombre que está dispuesto a explicarme las cosas. El mainsplainig, del que hablaba Rebeca Solnit, es real y más común de lo que quisiéramos aceptar. La resignación, muchas veces, es el camino menos agotador.

Así, entre una dinámica y otra, me he construido, encarnando la contradicción de un mundo que cambia, pero que se reproduce a sí mismo en cada relación social que habito. Entre un lugar y otro, he tratado de definir quién soy, cuál es mi imagen y cuál es mi voz. No es sencillo, porque soy consciente de que necesito la aprobación masculina, algo dentro de mí la pide. Sea la de mi padre, la de mis amantes o la de mis amigos, busco proyectarme como una mujer deseada y deseable. También sé que no soy la única que entiende lo que acabo de narrar. Al mismo tiempo, lucho por erigir mi propio discurso y usar mi propio lenguaje para hablar de mí y de la forma en la que entiendo la vida. 

Quiero ser yo, sin intermediaciones, tener una relación directa con la realidad. En este camino, la literatura ha sido una gran herramienta y compañera, de autodescubrimiento y de identificación íntima, pero soy consciente de que son necesarios otros instrumentos y que las mujeres requerimos otras formas de representarnos para vernos como seres libres, activos, y hablar con autoridad.

Referencias


Broadbridge, J. (2003). An investigation into differences between women´s and men´s speech. Birmingham: University of Birmingham.

Berger, J. (2001). Modos de ver. Barcelona: Gustavo Gili (6a. ed.)


Las Mujeres Actuamos Como si Alguien nos Observara y Hablamos como si Nadie Nos Escuchara

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Sátiro jugando con una Bacante, Henri Gervex (1874)

No quiero generalizar ni quiero ser malinterpretada. Cuando digo que las mujeres actuamos como si alguien nos observara y hablamos como si nadie nos escuchara, me refiero a las representaciones que se han elaborado de las mujeres, y el universo femenino, en los productos culturales: en el cine, la televisión y el arte. Por supuesto, esto ha tenido una influencia directa en las formas en las que las mujeres nos asumimos y nos conducimos por la vida social, pues define buena parte de nuestras aspiraciones, comportamientos y decisiones. 

Más de una vez me he visto a mí misma actuando un papel que no es auténtico, para encarnar alguna fantasía masculina construida en el lenguaje social de la cultura. La mujer fatal o la manic pixie dream girl son ejemplos de ello. Puedo verme, a través del espejo, con los ojos de un hombre. Me imagino un espectador ausente que juzga cada uno de mis ademanes, al que seduzco o al que encanto de manera hipnótica. Puedo convertirme, en la intimidad y la soledad de mi habitación, en alguna de las musas o los modelos representadas en las imágenes artísticas. El sátiro no me observa, pero yo poso creyendo que así es y lo reproduzco por medio de las fotografías que posteo en Instagram, al final, si hay un espectador o varios. 

Si me peino o si estoy en una sala leyendo, imagino que, de mirar esa escena cotidiana, un hombre podría enamorarse de mí. Si estoy desnuda, pienso en la posibilidad de despertar deseo. No es una constante, pero me he descubierto acariciando esa idea de forma casi inconsciente. De repente, podría querer ser alguna de las figuras femeninas representadas en las pinturas europeas, sin prenda alguna, con la mirada extraviada, pero protagonizando el campo visual del artista o del sujeto que contempla. Me veo a través del ojo que espía detrás de la grieta o la cerradura.

Esa representación de las mujeres ha sido tan masificada que ya no hace falta recurrir a la experiencia aurática para corroborarlo. La publicidad ha cumplido con la misma función. Los comerciales de perfumes, para recurrir al ejemplo más emblemático, tienen experticia en ello. Mujeres que son solo cuerpos, mujeres que son objeto, mujeres deseadas, mujeres asequibles, mujeres disponibles, mujeres diseñadas para ser miradas. Imágenes insulsas, poco comunes, pero no por ello menos reales. Son reales, justamente, por el poder que ejercen. Ojalá yo tuviera ese poder, el del magnetismo y la atracción, pienso para mis adentros. Sea que encajemos, o no, en los estereotipos de belleza, en nosotras se despierta la necesidad de ser admiradas porque allí hay glamour y reconocimiento.

Dentro de la crítica y la historia del arte, el tema de la representación de las mujeres ha ocupado un lugar marginal, pero creciente, desde la década de los setenta. Al respecto, uno de los trabajos más reconocidos es el de John Berger, quien en su obra Modos de ver (1972) realiza un recorrido por las imágenes al óleo de la cultura occidental y evidencia la sexualización del cuerpo femenino. Las imágenes están construidas para el consumo visual del desconocido. Así, la desnudez constituye otro tipo de disfraz para las mujeres, pero no es su propia piel. Es el traje que indica que, en efecto, aquel ser es una mujer y asume su papel pasivo, de espera. Ella espera ser vista, ser tocada a través de la imagen, ese es su lugar.

La forma en que este pensamiento opera no es simple ni superficial, llega a incrustarse en la intimidad y afectar la psique o la personalidad. Me atrevo a afirmar que todas las mujeres hemos deseado ser aquellas diosas humanas, así sea por unos cuantos segundos. Es fantasía, por supuesto, pero la fantasía también nos construye como sujetas. Y la fantasía se rompe al nombrar las cosas, cuando aparece la palabra, cuando dejamos de ser solo imagen y nos volvemos voz.

En el cine y la televisión, las representaciones de las mujeres pueden llegar a ser mucho más poderosas, porque a la figura femenina se le otorga humanidad a través del habla. Sin embargo, a esa voz se le asigna un lenguaje limitado, construido para los hombres y en función de ellos. 

En la década de los ochenta, Alison Bechdel publicó unas sencillas reglas para determinar las brechas representacionales entre hombres y mujeres en los productos audiovisuales. No obstante, los resultados han sido preocupantes, pues develan lo mismo que ocurre con la pintura e, incluso, la fotografía: las mujeres existen a través de otro, viven a partir de él, de él emana la fuerza de su existencia y su propia identidad. 

El test de Bechdel, en realidad, se trata de tres preguntas que cualquier espectador es capaz de identificar con una primera mirada:

1. ¿Hay más de dos personajes femeninos?

2. ¿Estos personajes hablan entre sí?

3. ¿Su conversación es sobre hombres o tocan temas diferentes?

Determinar estos aspectos es importante para conferir personalidad a las representaciones de las mujeres en el cine y la televisión, y para analizar su universo, de su mundo interno y su relación con lo que las rodea. Si esta relación está mediada por los hombres, no hay manera de construir subjetividades autónomas y autorreferentes ¿Tan extraño es hallar a una mujer que tenga otros temas de conversación diferentes que, quizá, su vida marital o el amor romántico? ¿Por qué es tan difícil imaginar un mundo en el que las palabras de las mujeres sean infinitas y de gran profundidad?

El universo del lenguaje también es masculino. Las conversaciones de gran envergadura, como las que se refieren a la política, la economía, el comercio y la guerra, también les pertenecen a los hombres y eso se evidencia en la forma en que se representan los diálogos entre personajes femeninos y masculinos. A su vez, esto tiene un efecto sobre la manera en la que las mujeres nos comunicamos y la seguridad con la que hablamos en la vida cotidiana. Los estudios lingüísticos de Broadbridge (2003), por ejemplo, muestran que en conversaciones grupales las mujeres hablan con menor frecuencia que los hombres, sus intervenciones son menos extensas y tienden a interrumpir menos a los demás.

A propósito, quisiera mencionar una anécdota con la que algunas mujeres podrían identificarse. Hace poco, tuve la oportunidad de participar de un panel de análisis político que compartí con un profesor de derecho constitucional, mucho mayor que yo, y un moderador. Cuando el moderador hacía referencia a alguna idea, para retomar el hilo de la conversación y continuar con los temas, siempre le atribuía la autoría a mi compañero de mesa, sin importar si había sido yo quien la había enunciado ¿Les ha pasado? ¿Se han sentido silenciadas? ¿Cómo han respondido? Yo callaba y sonreía, para no interrumpir, aunque después hacía maromas retóricas y argumentativas para dejar claro que era una idea mía. Puede parecer un pequeño percance, pero esto se replica en casi todas las esferas y espacios de la vida.

Tratar de construir una voz fuerte y que se sobrepone a la de algún par masculino me ha ocasionado más de un problema o discusión. No importa si yo tengo más estudios, si he investigado más sobre un tema o, incluso, si la conversación es sobre una experiencia “femenina”, siempre hay un hombre que está dispuesto a explicarme las cosas. El mainsplainig, del que hablaba Rebeca Solnit, es real y más común de lo que quisiéramos aceptar. La resignación, muchas veces, es el camino menos agotador.

Así, entre una dinámica y otra, me he construido, encarnando la contradicción de un mundo que cambia, pero que se reproduce a sí mismo en cada relación social que habito. Entre un lugar y otro, he tratado de definir quién soy, cuál es mi imagen y cuál es mi voz. No es sencillo, porque soy consciente de que necesito la aprobación masculina, algo dentro de mí la pide. Sea la de mi padre, la de mis amantes o la de mis amigos, busco proyectarme como una mujer deseada y deseable. También sé que no soy la única que entiende lo que acabo de narrar. Al mismo tiempo, lucho por erigir mi propio discurso y usar mi propio lenguaje para hablar de mí y de la forma en la que entiendo la vida. 

Quiero ser yo, sin intermediaciones, tener una relación directa con la realidad. En este camino, la literatura ha sido una gran herramienta y compañera, de autodescubrimiento y de identificación íntima, pero soy consciente de que son necesarios otros instrumentos y que las mujeres requerimos otras formas de representarnos para vernos como seres libres, activos, y hablar con autoridad.

Referencias


Broadbridge, J. (2003). An investigation into differences between women´s and men´s speech. Birmingham: University of Birmingham.

Berger, J. (2001). Modos de ver. Barcelona: Gustavo Gili (6a. ed.)


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