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Hace unos días me enteré que los delitos por abuso sexual ya no prescriben en Colombia, me alegró saberlo e inevitablemente recordé de los que yo he sido víctima y los que intentaré contar ahora como un ejercicio de catarsis. Aunque se los he narrado a personas allegadas a mí, no hay un lugar (exceptuando mi memoria) en donde no se fuguen los detalles.

La primera vez, y es triste pensar que hubo varias y que es mi primer recuerdo de la infancia, fue cuando yo tenía cuatro años. Había ido al pueblo de mi abuela materna (Líbano, Tolima) a pasar unos días, mi madre solía dejarme ir con ella y a mí me gustaba estar allá, lejos de la realidad de mi hogar que ya para entonces se desmoronaba. 

Mi abuela me mandó a la tienda de la esquina, era la única tienda en la calle y quizás en la manzana, me pidió que trajera cuatro huevos y me dio un billete de diez mil que yo apretaba fuertemente en mi mano para no perderlo porque aunque no sabía cuánto en realidad representaba, sabía que el dinero no crece en los árboles y hay que “cuidarlo” más que a los niños, más que a la vida. Fui en chanclas y pijama, entré, saludé e hice mi solicitud. 

La tienda pertenecía a una pareja de ancianos, el señor envío a su esposa a la parte de atrás a buscar los huevos, cuando ella hubo dado la vuelta el cruzo con avidez (demasiada para ser un señor tan mayor). Él tendría quizás unos setenta u ochenta años. Levantó mi vestido blanco con corazones rosados y toco mi vagina de arriba abajo con su mano derecha mientras que con la izquierda se tocaba el miembro sobre el pantalón. Recuerdo haber tenido miedo y haberme quedado petrificada, rogando que su esposa volviera pronto. Cuando lo hizo, cuando él sintió que ella regresaba, cuando el vio su silueta llenando la puerta que unía la tienda con la parte interior de la casa me soltó y con menos rapidez que al principio volvió detrás del mostrador. Ella le preguntó que qué hacía, pero era una pregunta estúpida, ella lo sabía y su reacción fue clavarme con odio su mirada arrugada, como si yo tuviese la culpa, como si yo supiera lo que había pasado. Me entregó los huevos en una bolsa transparente pequeña y me dio el cambio, salí de allí espavorida y cuando volví a casa mi abuela me preguntó por qué había tardado tanto, le dije lo que había pasado y como si el miedo que llevaba puesto fuese poca evidencia, ella no me creyó. 

No recuerdo haber vuelto nunca a esa tienda, no recuerdo tampoco que sucedió después, pero sé que nadie más lo supo jamás hasta cuando estuve lo suficientemente grande para entenderlo y para no sentirme avergonzada por ello. No puedo culpar a mi abuela por no haber hecho nada, quizás lo hizo y yo nunca me enteré. Me gusta pensar que un día fue y le arrió la madre al viejo inmundo ese o que él murió en agonía recordándome como la razón de su martirio en el purgatorio. Si es que existe alguno. 

La segunda vez fue el día de la exhumación de los huesos de mi abuela paterna. El primer recuerdo que poseo de aquel día es el de mi padre metido tres metros bajo el nivel de la tierra donde nos encontrábamos los espectadores, levantando el cráneo y limpiándolo con sus dedos, arrancó un diente de oro e hizo la mueca de que se lo probaba, como quien se prueba unas gafas para ver cómo le quedan, mal, le quedaba mal.

Como es costumbre después de este tipo de eventos toda la familia volvió a la casa de mi madrina, Clara, así se llama la hermana de mi padre. Se hizo una comida y los adultos se pusieron a beber aguardiente y cerveza en el salón mientras que los niños buscaban en que entretenerse. Aquel día yo era la única niña, mi prima, la hija de mi madrina ya estaba grande y era muy aplicada, estaba en su habitación haciendo tareas y me pidió que no la observara y que buscara que hacer. Me dirigí a la habitación de mi primo, John, él tendría para entonces dieciséis años y yo nueve. Toqué la puerta y me dejaron entrar, había dos camas con cubre lechos azules y dibujos de coches rojos de fórmula uno, mi hermano estaba sentado en una y él en la otra. Les pregunté qué estaban haciendo y si podía jugar, me dijeron que jugarían a la guerra y me preguntaron qué a que equipo quería pertenecer, yo dije que al de mi primo, él  era el mayor, yo quería caerle bien y con mi hermano ya jugaba en casa. Nos metimos debajo de las camas con nuestra “munición”, unas pequeñas piezas de lego negras, grises y rojas. El juego consistía en lanzárnoslas hasta matarnos. 

Él estaba detrás de mío, lanzábamos piezas y nos divertíamos cuando de repente me susurro que las tirara yo sola y me dio sus piezas, así lo hice hasta que sentí su mano subir por mi pierna izquierda, levantó mi bonito vestido rojo con flores blancas que me había regalado mi padre de navidad, lo miré extrañada y lo vi meterse los dedos índice y corazón en la boca como si fuesen un helado, los chupo y me dijo que no parara de lanzar fichas, seguí lanzando piezas con la mano temblorosa, las que más podía para que el juego acabara rápido. Apretó mi cintura a las suya y pude sentir su miembro entre mis nalgas frotándose con fuerza, se abrió paso en mi ropa interior y sin mayor contemplación metió sus dedos en mi vagina, yo lancé un gemido ahogado, algo entre lamento y paralasis, algo entre angustia y rabia, algo entre llanto y desesperación, “shhh, si perdemos es su culpa” me dijo  hundiendo más profundo sus dedos adentro mío, causándome dolor, del cuerpo y del alma. Mi hermano seguía lanzando piezas emocionado, pero al notar que no había la misma efervescencia que al principio del juego preguntó que qué pasaba, John gritó “nada, vamos a ganar”.  Siguió moviendo sus dedos e intentando encajar alguno más, apretándome contra su cuerpo. A mi derecha el piso, a mi izquierda las tablas de la cama, atrás él y adelante la salida, tan imposible, tan cerca y tan difícil. 

Por obra de magia, por obra de dios, por alguna obra, entró mi prima mayor para que fuéramos a comer maíz pira. Él se asustó y me soltó, yo salí despavorida, una vez más…temblando. Atravesé el pasillo sintiendo que algo caliente corría por mi piernas y con escozor. Vi a todos los adultos en la mesa que nos miraban mientras nos acercábamos mi hermano y yo, él se quedó atrás. Me acerqué a mi madre, ella extendió sus brazos hacia mí, tenía su vestido violeta, tan bella como siempre, y lo supo. “Qué pasa” me preguntó y yo empecé a llorar desconsolada, no quería hablar, no quería contarlo, no quería estar ahí, no quería que me vieran, solo quería un abrazo, que me alzara y me escondiera en su pecho como a una niña prematura, pero ella no dejaba de insistir hasta que me acerque a su oído y balbucee como pude lo que había pasado. Se levantó y me llevo de la mano hasta el baño, me dijo que me la dejara ver, que me bajara los interiores y le mostrara, había dos gotas de sangre, como dos puntos seguidos abriendo una lista interminable de miedos. 

Recuerdo la sangre llenarle la cara hasta llorar y sin pensarlo (porque esas cosas no se deben pensar tanto) salió y acorraló a John en la cocina y lo abofeteó, le reclamó por lo que me había hecho creando una gran polémica, todos llegaron allí para saber qué había pasado. Se había acabado la fiesta, la esposa de mi padre había “arruinado” la noche y tuvimos que marcharnos en medio del alboroto. 

Al día siguiente toda la familia de mi madrina entre ellos por supuesto mi verdugo, vino a mi casa, comieron y bebieron como si nada hubiese pasado. Vi a lo lejos a mis padrinos hablar con mi padre, después entraron, me sacaron a mí y frente a la casa de la bruja de la cuadra me reclamaron por “mi mentira” me dijeron que eso que yo había dicho no era cierto y que no entendían porque me lo estaba inventado. Me obligaron a disculparme con John y a mi madre la dejaron relegada en la cocina, porque si, porque las cosas del hogar las solucionaba el hombre y su palabra es ley.

Nunca más quise volver a verlos, a ninguno de ellos, a él lo odie toda mi vida y aún solo su recuerdo me asquea. Digo que no quise volver a verlo pero lo vi el día de la boda de mis padres, diez años después, yo hecha una mujer y él padre de dos hijas. Sentí lastima por ellas y por su esposa a quien supuse golpeaba. Ojalá aquel día lo hubiese visto morir, ojalá se hubiese acercado a saludar para escupirle la cara, ojalá yo hubiese sido tan valiente y menos formal para gritarle a la cara lo hijo de puta que había sido: puto enfermo, depravado, loco de mierda, bastardo cabrón, gonorrea treinta mil veces malparido, nacido por el culo, escoria…

Por qué no lo hice se preguntarán, por la misma razón que mi madre tampoco hablo de su caso, o mi hermana o mis compañeras del colegio y la universidad, por miedo y porque el abuso es algo que está tan implantado en la sociedad colombiana que se llega a dudar de si vale la pena contarlo o de si de verdad es tan importante.

Pudo haber sido esta la más horrenda de las experiencias, sin embargo la tercera vez fue la que me causo un serio delirio de persecución, la imposibilidad de salir de casa, la necesidad de tomar siempre el camino más largo y más transitado, la exigencia de llevar siempre una piedra en el bolsillo y un rezo en la boca. 

Eran las cinco y cuarenta y cinco de la mañana, yo salía hacia el colegio, estaba cursando décimo grado y tenía trece años. De la reja de mi cuadra a la parada del autobús solo había cien metros, desde la esquina y en sentido contrario a mi dirección venia un hombre, alto, moreno, de jean negro, gorra roja, una mochila beige y una chaqueta azul oscuro. Lo vi a lo lejos y me cruce al otro lado de la calle, unos pasos más adelante él también se cruzó, volví a hacer el mismo movimiento, y el también. 

Pude haber salido corriendo, es decir devolverme, pero no alcanzaría a llegar a clase y llegué a pensar que no podía tener tan mala suerte, pero me equivoqué. El hombre pasó por mi lado, estaba soltando mi aire contenido cuando me levantó por detrás con su brazo entre mis piernas alejándome así de la calle principal y acorralándome en una casa deshabitada, allí me lamió y tocó todo cuanto más pudo de mi cuerpo, intenté gritar pero no salía, intenté escapar pero no salía, intenté golpearlo pero no salía, hasta que de algún lugar que aún desconozco salió una mujer, acuerpada, mayor, maquillada, rizada, hoy la recuerdo como una diosa. Y empezó a pegarle al hombre con el bolso negro que llevaba y este huyó. La mujer me abrazo, yo estaba temblando, me oriné del miedo. Ella me acompañó de regreso a casa y nunca más volví a transitar esa calle sola y nunca nadie entendió porque a veces de repente rompía en llanto en medio de la clase. 

Es curioso pensar que del punto A al punto B, que tanto en el inicio como en el final de cada experiencia había una mujer, fui por decirlo de alguna manera, siempre salvada por una mujer, sin que ellas lo supieran. Quizás pudo haber sido peor de no haber sido por su fugaz presencia o quizás hay algún radar sobrenatural que nos indica cuando una de nosotras está en peligro, quizás no tenga ninguna explicación más allá del mero hecho de haber estado en el lugar indicado, en el instante indicado cuando yo no lo estaba. 

Me gustaría que siempre hubiese alguien pendiente de las otras, me gustaría que hubiese más mujeres atentas y guardianas de las otras, pero me gustaría aún más que no tuviese que ser de esa manera, sino que seamos respetadas todas sin importar, edad, nacionalidad, raza, estrato o religión.


Temblando

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November 16, 2021

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Hace unos días me enteré que los delitos por abuso sexual ya no prescriben en Colombia, me alegró saberlo e inevitablemente recordé de los que yo he sido víctima y los que intentaré contar ahora como un ejercicio de catarsis. Aunque se los he narrado a personas allegadas a mí, no hay un lugar (exceptuando mi memoria) en donde no se fuguen los detalles.

La primera vez, y es triste pensar que hubo varias y que es mi primer recuerdo de la infancia, fue cuando yo tenía cuatro años. Había ido al pueblo de mi abuela materna (Líbano, Tolima) a pasar unos días, mi madre solía dejarme ir con ella y a mí me gustaba estar allá, lejos de la realidad de mi hogar que ya para entonces se desmoronaba. 

Mi abuela me mandó a la tienda de la esquina, era la única tienda en la calle y quizás en la manzana, me pidió que trajera cuatro huevos y me dio un billete de diez mil que yo apretaba fuertemente en mi mano para no perderlo porque aunque no sabía cuánto en realidad representaba, sabía que el dinero no crece en los árboles y hay que “cuidarlo” más que a los niños, más que a la vida. Fui en chanclas y pijama, entré, saludé e hice mi solicitud. 

La tienda pertenecía a una pareja de ancianos, el señor envío a su esposa a la parte de atrás a buscar los huevos, cuando ella hubo dado la vuelta el cruzo con avidez (demasiada para ser un señor tan mayor). Él tendría quizás unos setenta u ochenta años. Levantó mi vestido blanco con corazones rosados y toco mi vagina de arriba abajo con su mano derecha mientras que con la izquierda se tocaba el miembro sobre el pantalón. Recuerdo haber tenido miedo y haberme quedado petrificada, rogando que su esposa volviera pronto. Cuando lo hizo, cuando él sintió que ella regresaba, cuando el vio su silueta llenando la puerta que unía la tienda con la parte interior de la casa me soltó y con menos rapidez que al principio volvió detrás del mostrador. Ella le preguntó que qué hacía, pero era una pregunta estúpida, ella lo sabía y su reacción fue clavarme con odio su mirada arrugada, como si yo tuviese la culpa, como si yo supiera lo que había pasado. Me entregó los huevos en una bolsa transparente pequeña y me dio el cambio, salí de allí espavorida y cuando volví a casa mi abuela me preguntó por qué había tardado tanto, le dije lo que había pasado y como si el miedo que llevaba puesto fuese poca evidencia, ella no me creyó. 

No recuerdo haber vuelto nunca a esa tienda, no recuerdo tampoco que sucedió después, pero sé que nadie más lo supo jamás hasta cuando estuve lo suficientemente grande para entenderlo y para no sentirme avergonzada por ello. No puedo culpar a mi abuela por no haber hecho nada, quizás lo hizo y yo nunca me enteré. Me gusta pensar que un día fue y le arrió la madre al viejo inmundo ese o que él murió en agonía recordándome como la razón de su martirio en el purgatorio. Si es que existe alguno. 

La segunda vez fue el día de la exhumación de los huesos de mi abuela paterna. El primer recuerdo que poseo de aquel día es el de mi padre metido tres metros bajo el nivel de la tierra donde nos encontrábamos los espectadores, levantando el cráneo y limpiándolo con sus dedos, arrancó un diente de oro e hizo la mueca de que se lo probaba, como quien se prueba unas gafas para ver cómo le quedan, mal, le quedaba mal.

Como es costumbre después de este tipo de eventos toda la familia volvió a la casa de mi madrina, Clara, así se llama la hermana de mi padre. Se hizo una comida y los adultos se pusieron a beber aguardiente y cerveza en el salón mientras que los niños buscaban en que entretenerse. Aquel día yo era la única niña, mi prima, la hija de mi madrina ya estaba grande y era muy aplicada, estaba en su habitación haciendo tareas y me pidió que no la observara y que buscara que hacer. Me dirigí a la habitación de mi primo, John, él tendría para entonces dieciséis años y yo nueve. Toqué la puerta y me dejaron entrar, había dos camas con cubre lechos azules y dibujos de coches rojos de fórmula uno, mi hermano estaba sentado en una y él en la otra. Les pregunté qué estaban haciendo y si podía jugar, me dijeron que jugarían a la guerra y me preguntaron qué a que equipo quería pertenecer, yo dije que al de mi primo, él  era el mayor, yo quería caerle bien y con mi hermano ya jugaba en casa. Nos metimos debajo de las camas con nuestra “munición”, unas pequeñas piezas de lego negras, grises y rojas. El juego consistía en lanzárnoslas hasta matarnos. 

Él estaba detrás de mío, lanzábamos piezas y nos divertíamos cuando de repente me susurro que las tirara yo sola y me dio sus piezas, así lo hice hasta que sentí su mano subir por mi pierna izquierda, levantó mi bonito vestido rojo con flores blancas que me había regalado mi padre de navidad, lo miré extrañada y lo vi meterse los dedos índice y corazón en la boca como si fuesen un helado, los chupo y me dijo que no parara de lanzar fichas, seguí lanzando piezas con la mano temblorosa, las que más podía para que el juego acabara rápido. Apretó mi cintura a las suya y pude sentir su miembro entre mis nalgas frotándose con fuerza, se abrió paso en mi ropa interior y sin mayor contemplación metió sus dedos en mi vagina, yo lancé un gemido ahogado, algo entre lamento y paralasis, algo entre angustia y rabia, algo entre llanto y desesperación, “shhh, si perdemos es su culpa” me dijo  hundiendo más profundo sus dedos adentro mío, causándome dolor, del cuerpo y del alma. Mi hermano seguía lanzando piezas emocionado, pero al notar que no había la misma efervescencia que al principio del juego preguntó que qué pasaba, John gritó “nada, vamos a ganar”.  Siguió moviendo sus dedos e intentando encajar alguno más, apretándome contra su cuerpo. A mi derecha el piso, a mi izquierda las tablas de la cama, atrás él y adelante la salida, tan imposible, tan cerca y tan difícil. 

Por obra de magia, por obra de dios, por alguna obra, entró mi prima mayor para que fuéramos a comer maíz pira. Él se asustó y me soltó, yo salí despavorida, una vez más…temblando. Atravesé el pasillo sintiendo que algo caliente corría por mi piernas y con escozor. Vi a todos los adultos en la mesa que nos miraban mientras nos acercábamos mi hermano y yo, él se quedó atrás. Me acerqué a mi madre, ella extendió sus brazos hacia mí, tenía su vestido violeta, tan bella como siempre, y lo supo. “Qué pasa” me preguntó y yo empecé a llorar desconsolada, no quería hablar, no quería contarlo, no quería estar ahí, no quería que me vieran, solo quería un abrazo, que me alzara y me escondiera en su pecho como a una niña prematura, pero ella no dejaba de insistir hasta que me acerque a su oído y balbucee como pude lo que había pasado. Se levantó y me llevo de la mano hasta el baño, me dijo que me la dejara ver, que me bajara los interiores y le mostrara, había dos gotas de sangre, como dos puntos seguidos abriendo una lista interminable de miedos. 

Recuerdo la sangre llenarle la cara hasta llorar y sin pensarlo (porque esas cosas no se deben pensar tanto) salió y acorraló a John en la cocina y lo abofeteó, le reclamó por lo que me había hecho creando una gran polémica, todos llegaron allí para saber qué había pasado. Se había acabado la fiesta, la esposa de mi padre había “arruinado” la noche y tuvimos que marcharnos en medio del alboroto. 

Al día siguiente toda la familia de mi madrina entre ellos por supuesto mi verdugo, vino a mi casa, comieron y bebieron como si nada hubiese pasado. Vi a lo lejos a mis padrinos hablar con mi padre, después entraron, me sacaron a mí y frente a la casa de la bruja de la cuadra me reclamaron por “mi mentira” me dijeron que eso que yo había dicho no era cierto y que no entendían porque me lo estaba inventado. Me obligaron a disculparme con John y a mi madre la dejaron relegada en la cocina, porque si, porque las cosas del hogar las solucionaba el hombre y su palabra es ley.

Nunca más quise volver a verlos, a ninguno de ellos, a él lo odie toda mi vida y aún solo su recuerdo me asquea. Digo que no quise volver a verlo pero lo vi el día de la boda de mis padres, diez años después, yo hecha una mujer y él padre de dos hijas. Sentí lastima por ellas y por su esposa a quien supuse golpeaba. Ojalá aquel día lo hubiese visto morir, ojalá se hubiese acercado a saludar para escupirle la cara, ojalá yo hubiese sido tan valiente y menos formal para gritarle a la cara lo hijo de puta que había sido: puto enfermo, depravado, loco de mierda, bastardo cabrón, gonorrea treinta mil veces malparido, nacido por el culo, escoria…

Por qué no lo hice se preguntarán, por la misma razón que mi madre tampoco hablo de su caso, o mi hermana o mis compañeras del colegio y la universidad, por miedo y porque el abuso es algo que está tan implantado en la sociedad colombiana que se llega a dudar de si vale la pena contarlo o de si de verdad es tan importante.

Pudo haber sido esta la más horrenda de las experiencias, sin embargo la tercera vez fue la que me causo un serio delirio de persecución, la imposibilidad de salir de casa, la necesidad de tomar siempre el camino más largo y más transitado, la exigencia de llevar siempre una piedra en el bolsillo y un rezo en la boca. 

Eran las cinco y cuarenta y cinco de la mañana, yo salía hacia el colegio, estaba cursando décimo grado y tenía trece años. De la reja de mi cuadra a la parada del autobús solo había cien metros, desde la esquina y en sentido contrario a mi dirección venia un hombre, alto, moreno, de jean negro, gorra roja, una mochila beige y una chaqueta azul oscuro. Lo vi a lo lejos y me cruce al otro lado de la calle, unos pasos más adelante él también se cruzó, volví a hacer el mismo movimiento, y el también. 

Pude haber salido corriendo, es decir devolverme, pero no alcanzaría a llegar a clase y llegué a pensar que no podía tener tan mala suerte, pero me equivoqué. El hombre pasó por mi lado, estaba soltando mi aire contenido cuando me levantó por detrás con su brazo entre mis piernas alejándome así de la calle principal y acorralándome en una casa deshabitada, allí me lamió y tocó todo cuanto más pudo de mi cuerpo, intenté gritar pero no salía, intenté escapar pero no salía, intenté golpearlo pero no salía, hasta que de algún lugar que aún desconozco salió una mujer, acuerpada, mayor, maquillada, rizada, hoy la recuerdo como una diosa. Y empezó a pegarle al hombre con el bolso negro que llevaba y este huyó. La mujer me abrazo, yo estaba temblando, me oriné del miedo. Ella me acompañó de regreso a casa y nunca más volví a transitar esa calle sola y nunca nadie entendió porque a veces de repente rompía en llanto en medio de la clase. 

Es curioso pensar que del punto A al punto B, que tanto en el inicio como en el final de cada experiencia había una mujer, fui por decirlo de alguna manera, siempre salvada por una mujer, sin que ellas lo supieran. Quizás pudo haber sido peor de no haber sido por su fugaz presencia o quizás hay algún radar sobrenatural que nos indica cuando una de nosotras está en peligro, quizás no tenga ninguna explicación más allá del mero hecho de haber estado en el lugar indicado, en el instante indicado cuando yo no lo estaba. 

Me gustaría que siempre hubiese alguien pendiente de las otras, me gustaría que hubiese más mujeres atentas y guardianas de las otras, pero me gustaría aún más que no tuviese que ser de esa manera, sino que seamos respetadas todas sin importar, edad, nacionalidad, raza, estrato o religión.


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